martes, 25 de agosto de 2020

Pandora

 

Una promesa que está siempre por cumplirse, pero que nunca se concreta, hace nacer en nosotros la peor especie de esperanza. Hablo de la esperanza que nace ante una promesa siempre renovada, pero que nunca se cumple; hablo de la esperanza ante la postergación constante de un hecho siempre próximo, siempre cercano, pero nunca consumado. A veces es otro el que nos promete y nos mantiene en la expectativa, a veces es uno mismo quien se promete y espera de sí con tierna credulidad aquello que no ha de ocurrir.  

La promesa incumplida, o la promesa violada ya dejaron de ser promesas, fueron clausuradas cuando se demostró su falsedad. Pero la promesa diferida sigue siendo promesa y sigue despertando en nosotros la expectativa de su realización ya que no tenemos pruebas ni indicios que nos muestren su falsedad y esperamos, confiados, en que sean verdaderas y se hagan realidad. “La esperanza –decía Schopenhauer- es la confusión del deseo de un acontecimiento con su probabilidad.” Deseamos que algo ocurra, y podemos tener la esperanza de que ocurrirá si es que existe alguna probabilidad cierta de su ocurrencia, y ahí está el meollo del asunto: saber cuán probable es el acontecimiento de lo que deseamos que ocurra. Por ejemplo la parusía, o segunda venida de Cristo, está anunciada para “el final de los tiempos”, o “para el último día”, entonces cabe esperar hasta el día postrero con fe inquebrantable. Dios puede hacer esa promesa en virtud de su eternidad, que lo coloca fuera del tiempo, o por encima del tiempo, para decirlo de alguna manera. Pero los seres humanos tenemos tiempos finitos y las probabilidades de cumplir nuestras promesas van disminuyendo a medida que el tiempo pasa y se nos acaba. Si me prometo comenzar la dieta el lunes, ese hecho tendrá probabilidades de ocurrir mientras me queden lunes por vivir. A medida que pasen los lunes las probabilidades irán disminuyendo, y con ellas la esperanza, quizás, aunque no el deseo. Por eso suele decirse que “la esperanza es lo último que se pierde”, y no el deseo, que persiste hasta el último suspiro.

Si nuestro tiempo fuese infinito, podríamos albergar en nosotros una esperanza igualmente infinita, que es lo mismo que decir que se trata de una esperanza vana, inútil, prorrogada hasta el infinito y nunca cumplida. Mantener esperanzado a otro prometiéndole cosas que sabemos que no vamos a cumplir sino que las vamos a prorrogar indefinidamente, es la peor canallada que se le puede hacer. Por eso al ingresar a los Infiernos nos recibe con toda honestidad la dantesca advertencia del “Abandonad toda esperanza”, pues allí los sufrimientos son eternos y sin promesa de redención.

miércoles, 8 de enero de 2020

Claridad y distinción


Schopenhauer cuenta una anécdota de sus años de estudiante en Berlín, cuando asistía a las clases de Fichte y tenía que escuchar disparates tales como “El mirarse a sí mismo del ser como mirarse, para lo cual lo mirado en el mirar debe ser mirado de nuevo”, y entonces anotó al margen de sus apuntes “Fichte ha dicho cosas que despertaron en mí el deseo de ponerle una pistola en el pecho y decirle: «Ahora vas a morir sin piedad; pero, por el amor de tu pobre alma, dime si con ese galimatías has pensado algo claro o simplemente querías burlarte de nosotros»”.      

Lo que sucede es que en la historia de la filosofía existen piezas monumentales, obras maestras del pensamiento sólo comparables con las pirámides de Egipto o alguna de las otras Siete Maravillas. Su complejidad, su arquitectura, su belleza, su perennidad, su profundidad, y su contundencia, nos dejan perplejos y anonadados ante tamaña invención del espíritu humano. Pero junto a lo anterior existen también bodrios, jerigonzas indescifrables disfrazadas de erudición y esclarecimiento. Distinguir unas de otros es una tarea sencilla, simplemente hay que atender a la claridad del texto y a la sencillez en la presentación de ideas que hacen sus autores.

En el Prólogo del Tractatus Logico-Philosophicus, una de las siete maravillas del pensamiento filosófico de todos los tiempos, Ludwig Wittgenstein, afirma “Cabría acaso resumir el sentido entero del libro en las palabras: lo que puede ser dicho, puede ser dicho con claridad; y de lo que no se puede hablar hay que callar.” En la misma línea se ubica Kant, quien en el Prólogo de la Crítica de la razón pura, colosal monumento del pensar, manifiesta por un lado la envergadura de su obra, en la que considera resueltos todos los problemas de la Metafísica y exige al lector el necesario esfuerzo para entender. Sin embargo, a renglón seguido Kant nos garantiza el haberse esforzado él mismo hasta el agotamiento para ofrecer en su escrito una suficiente “claridad discursiva”.

El título de esta entrada se lo debo a Descartes, quien en su Discurso del método escribía que “las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas.” Desde entonces, y con matices, se puede considerar a la claridad y la distinción de nuestras ideas como un parámetro para mensurar su verdad. La única y honrosa excepción a la regla es Heráclito, el filósofo que pasó a la historia con el sobrenombre de ho skoteinos, “el oscuro”, debido al lenguaje intrincado de sus textos. Heráclito tuvo sus probados motivos para escribir de ese modo, pero ningún otro filósofo está autorizado a lo mismo, ya que en esto es clave la sentencia del maestro español José Ortega y Gasset: “la claridad es la cortesía del filósofo.”
         Dedico estas líneas a mi amigo, quien lleva ya la mitad de su todavía corta vida empeñada en desentramar la madeja liosa de los textos hegelianos. Solamente la hondura de su honestidad intelectual es parangonable a la descomunal empresa que se propuso y que no está lejos de ser coronada con éxito singular.

jueves, 2 de enero de 2020

Parrhesía


Si hay un tema ríspido y aparentemente irresoluble en el ámbito de la ética, ese es el de la mentira piadosa. ¿Estamos autorizados a mentir por amor al prójimo? ¿Tenemos derecho a mentir para evitar un mal mayor que nos amenaza? ¿O es la mentira siempre y en sí misma reprochable?

En ningún otro tema se ve Kant tan dubitativo como en esto de la mentira por filantropía. Por un lado, y fundando su aserto en su característico rigorismo ético, condena totalmente la mentira como algo despreciable en sí misma; pero por otro lado, y apelando a cierta reserva pragmática, dice en sus Lecciones de ética que “Si los hombres fuesen buenos, podrían ser sinceros, mas no son así las cosas.” Admitió, por lo tanto, que decir siempre la verdad nos dejaría a merced de quienes quisieran usar en nuestra contra esa sinceridad sin tapujos, y que había al menos un caso en que estaba justificado mentir por necesidad.

Kant formuló varios casos hipotéticos para ilustrar su posición, pero también podríamos tomar el hecho histórico padecido por el filósofo Karl Jaspers, quien en 1937 fue destituido de su cátedra de filosofía por el régimen nacionalsocialista alemán debido a que su esposa era judía. Una semana más tarde Jaspers dictó sus últimas conferencias en la universidad de Heildelberg, pero no hizo alusión alguna al terrorífico régimen. Los motivos de tal silencio los da el mismo Jaspers, “Había que hacerse el ingenuo –dice-, mostrarse ajeno al mundo, mantener una dignidad natural (que amparaba en muchas situaciones), y en caso necesario mentir sin reparos.”

Antes aún que estos dos grandes filósofos, un prácticamente desconocido Torquato Accetto había escrito allá por 1641 un opúsculo titulado Della dissimulazione onesta, en el cual, de manera muy esclarecida, expone que la única disimulación honesta es aquella de la cual el hombre se vale “no con intención de hacer, sino de no padecer daño”. Conjeturo que este podría haber sido el caso relatado en Juan 7:8-10, que tantas álgidas discusiones ha ocasionado. En esos versículos se lee que Jesús, a sabiendas que los judíos lo estaban buscando para matarlo, les dijo a sus allegados que no iría a la Fiesta de los Tabernáculos que tendría lugar en la sagrada ciudad de Jerusalén; pero una vez que ellos se fueron, “subió él también, pero sin decirlo y como en secreto”. Debido a que su vida corría peligro Jesús pudo optar en esta ocasión por una disimulación honesta, que no mentira, ya que su tiempo aún no había llegado.

El padre de la mentira es, como todos sabemos, Satanás, la Serpiente que con sus mentiras enredó a la mujer para que se introdujera el pecado y la muerte en el mundo; y por eso mismo Dios no puede mentir, pues Él es lo opuesto, es la Verdad y la Vida. Otra cosa somos los hombres, quienes luego de pecar debimos cubrir nuestra desnudez, disimularla, siendo desde ese entonces la simulación un mecanismo de supervivencia, como lo comprueba José Ingenieros en su célebre libro La simulación en la lucha por la vida. Y ahí llegamos al meollo del asunto: Ingenieros demuestra que sin el auxilio de la mentira, el hombre no podría sobrevivir, ni como individuo ni como especie. Al mismo tiempo, las Escrituras son claras, una vida sin el coraje de decir la verdad no es una vida que sea digna de vivirse. 
El único Camino para la Vida es la Verdad.