martes, 10 de diciembre de 2013

Poiesis

“Soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”, fue la contestación de Aristóteles ante el reproche que se le hacía de contradecir en algunos puntos a la doctrina de su maestro. En la cuestión de la poesía, por ejemplo, había una clara discrepancia; mientras que Platón consideraba a todo arte como mímesis o imitación de cosas sensibles, para el estagirita la obra de arte es una creación (poiesis) a través de la cual el poeta imita las cosas, sí, pero cuya producción no se agota en eso, sino que busca contar las cosas como  “deberían o podrían haber sucedido probable o necesariamente”, y no tan sólo cómo, de hecho, sucedieron. Esta libertad del artista que le concede Aristóteles ante la determinación de lo dado, es lo que podríamos llamar “licencia poética”.
Schopenhauer daría la clave en esta controversia. Para el alemán, la obra de arte del genio es una representación, no de las cosas de este mundo sensible, mudables, individuales, contingentes y finitas, sino de las ideas (en sentido platónico). De este modo el artista genial pone al acceso del común de los mortales la idea, y lo hace de modo tal que el espectador no adquiere el conocimiento de la idea de modo conceptual, sino que entra en contacto con ella de modo intuitivo. Es por eso que toda obra de arte genial responde, a su manera, a la pregunta sobre la esencia de la existencia.
De acuerdo con Dussel, la expresión analítica y conceptual “pierde en sugerencia lo que gana en precisión”; y lo propio del arte bien logrado sería esa capacidad inagotable de sugerirnos siempre algo nuevo. Cuando al contemplar la obra de arte aparece ante nosotros plenamente el concepto, continúa explicando Schopenhauer, nos acongoja un sentimiento de asco e indignación, ya que “la impresión producida por una obra de arte sólo nos satisface enteramente cuando nos ofrece algo que ninguna reflexión pueda rebajar hasta el punto de darle la claridad de un concepto.”
Publicar versos –decía finalmente Schopenhauer- es “un acto de entrega personal” mediante el cual el autor se atreve a mostrar los escondrijos más íntimos de su interioridad. Los siguientes versos son producto de una inspiración de años juveniles, que nunca fueron sometidos a los artificios de la métrica y la rima en trabajos posteriores, sino que conservan esa grotesca fealdad originaria que me hace volver a ellos cada tanto.


Soy el mercader expulsado del Templo a latigazos;
Soy de esa raza de víboras;
Soy el puñal que se clava por la espalda;
Soy los ojos saltones de los ahorcados;
Soy las manos desgarradas de los esclavos;
Soy el árbol alcanzado por un rayo;
Soy la plaga;

Soy la envidia del amigo;
Soy la traición del hermano;
Soy el que reina en los abismos;
Soy la espalda desgarrada de los torturados;
Soy la hoguera del martirio;
Soy el grito agudo al que temes;
Soy la nada;

Soy la bestia acorralada por los perros;
Soy el guerrero que huye;
Soy pasión que te controla;
Soy esa puerta que nunca abrirás;
Soy el fin de la esperanza;
Soy las fauces de las fieras;
Soy la estrella que se apaga;

Soy el llanto de los hombres;
Soy la sangre de un crimen;
Soy quien se complace en las guerras;
Soy el hambre que ciñe tus entrañas;
Soy serpiente que se arrastra;
Soy la lanza que traspasa;
Soy el pantano y sus alimañas;

Soy el hoy sin mañana;
Soy la cama de los amantes;
Soy una presencia a tus espaldas;
Soy la palabra de los perjuros;
Soy la mentira de los que se aman;
Soy quien sabe tus secretos;
Soy quien conoce tu alma;

Soy el dinero de los ricos;
Soy la soberbia del que manda;
Soy quien compra las conciencias;
Soy el monstruo de tu infancia;
Soy las vidas que se apagan;
Soy espectros;
Soy fantasmas

jueves, 22 de agosto de 2013

Arquíemedes II



       Cuando el genio siracusano comunicó al rey Hierón II sus fantásticos descubrimientos sobre los principios que rigen la mecánica de las palancas, el tirano, pragmático a ultranza como suelen ser los que mandan sobre los hombres, le pidió que demostrara sus ideas aplicándolas “a los usos de la vida”. Arquímedes era muy contrario a estas prácticas, pues consideraba que su intelecto debía empeñarse únicamente en buscar lo bello, lo verdadero y lo sublime, desdeñando lo útil y servil. Así lo había aconsejado Platón, indignado ante ciertos artilugios mecánicos, argumentando que el plasmar ideas geométricas en la confección de productos toscos y manuales, era degradar lo excelente.
Pero quiso el hado que en esos días se llevase a cabo la botadura de un navío llamado Siracusa, de titánicas proporciones; y que nadie atinara a resolver el cómo había de ejecutarse semejante empresa. Arquímedes, con resolución temeraria, hizo cargar el gigantesco barco con 600 hombres y embalajes pesadísimos; tras lo cual se sentó a distancia prudente y comenzó a manipular con una sola mano la cuerda de un polipasto, inventado al efecto por el grandioso geómetra. Valiéndose de este aparejo, sin esfuerzo alguno levantó por los aires y trasladó la ciclópea embarcación hasta las aguas del Mar Mediterráneo.
Los presentes quedaron atónitos y boquiabiertos al ver cómo un hombre era capaz de mover, con su solo ingenio, esa pesada mole; y en medio de tanto estupor se escuchó al prodigioso Arquímedes decir “¡Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo!”

Esta historia parece ser sólo una variación de la de Tales cayendo de bruces en un pozo; pero la exclamación final tiene la particularidad de poder extrapolarse a otras situaciones de nuestra vida. ¡Cuántas veces hemos clamado en hondo suspiro por un punto de apoyo para mover el mundo, nuestro mundo! Un punto, la más pequeña porción del espacio imaginable, nada más que eso. Un gesto mínimo, una mirada fugaz, una palabra certera, en los que puedan adivinarse el sustento fundamental sobre el cual basaríamos la proeza monumental gestada en la ensoñación cavilante de nuestros anhelos más íntimos.
“¡Dadme un punto de apoyo!” Por todas las noches que hemos repetido, insomnes, esta exclamación desiderativa, confiando al poder mirífico de nuestros manes y dioses tutelares ese acontecimiento favorable del destino que nos brinde la ocasión de conquistar la esquiva suerte; por esos eternos instantes en que la esperanza parece convertir lo imposible en probable, vayan estas líneas dedicadas al inmortal geómetra.    

lunes, 12 de agosto de 2013

Arquímedes o “El peor de los mundos posibles”




        

        Schopenhauer solía repetir, contrariando a Leibniz, que este era el peor de los mundos posibles. También solía acompañar tal afirmación con nutridos ejemplos extraídos directamente de lo más cotidiano de nuestro existir. El asesinato de Arquímedes parece confirmar, una vez más, la hipótesis schopenhaueriana.
       No existió en la historia engendro más aborrecible que el soldado romano. Bestial, deleznable, codicioso, traicionero, bruto, rapaz, supersticioso, inculto, fiero, implacable, “considera a todo extranjero no como ser humano, sino como enemigo” (esa es su lógica, según el Alberdi de El crimen de la guerra). No es un guerrero, es un mercenario, un sicario, su mismo nombre indica la paga, el sueldo, que recibe por matar. Actúa sin atisbos de pensamiento autónomo, obedece, reacciona, aniquila deseoso de sangre, con una sed tan inagotable que ni los espectáculos del Circo (o del Senado) pudieron saciarle.
     Entregado al pillaje y al saqueo, uno de estos putrefactos autómatas sanguinarios se encontró en la recién tomada Siracusa con el genio que había calculado cuántos granos de arena cabían en el universo. Estaba Arquímedes sentado en el suelo, dibujando figuras idílicas, calculando cifras inaccesibles, díscolas, cuando la ruda espada de filo mellado por largos años de matanzas se hundió en su cuerpo, empujada con obsceno sadismo por el sañudo romano. “¡No perturbes mis círculos!” fue la última súplica que apenas alcanzó a gemir antes de expirar aquel que con su ingenio había mantenido a raya a la horda virulenta conducida por Marcelo.
      Entregó el alma el agudo matemático, tal vez absorto en las profundidades insondables de un problema tan irresoluble como la cuadratura del círculo, en cuya solución nadie se acercó más que él. Al morir experimentaba, quizás, uno de esos trances que describe Plutarco. Este biógrafo ilustre relata que las musas solían visitar a menudo a Arquímedes, y que entretenido en su presencia se olvidaba incluso de comer o higienizarse. Cautivo en dichos embelesos, tenían sus allegados que conducirlo a los baños y encargarse de las faenas de limpieza, mientras el genial siracusano continuaba con su dedo dibujando círculos en el aire. Y hasta se dice que una vez saltó de la bañera y corrió desnudo por las calles gritando ¡Eureka!, al haber encontrado la respuesta a un caso inextricable.
Solamente de la caterva infecta de los que fueron capaces de destruir la Biblioteca de Alejandría, monumento refulgente de la sabiduría humana; únicamente de entre aquellos que no se compungieron al torturar con crueldad injuriosa y al crucificar, insolentes, al santo Pescador de Hombres; sólo de esa gazapera hedionda pudo surgir el autor maldito de segar la vida del noble poeta de los números. 
Por tamaños estragos con que lesionaron a lo mejor del género humano, sirvan sus almas de carne para los perros infernales, y sean sus nombres borrados para siempre del Libro de la Vida que custodia el Cordero.  
           
           
           
           

miércoles, 10 de julio de 2013

"Vanidad de vanidades, todo es vanidad"


    Sagaz y ávido lector de la literatura antigua, Nietzsche relata el episodio en el que Sileno, uno de los miembros de la cohorte de Dionisos, fue atrapado por los jardineros de Midas y conducido ante el rey. Como único precio del rescate, el monarca exigió a la deidad que le revelara la mayor sabiduría a la que se pudiese acceder. Sileno se negó lo suficiente como para brindar un contexto adecuado de suspenso a la escena, y finalmente lanzó, entre complacido y triste: “¿Por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no saber? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti. Lo mejor es no haber nacido, no ser, ser nada.”
     Esta verdad descarnada y cruenta se halla presente en casi todas las culturas, aunque muchas veces se intente disimularla con beatíficos ornatos. Sin embargo hubo un filósofo que actuó cual espejo cóncavo, recibiendo los rayos lumínicos provenientes de las sabidurías más disímiles del orbe, y las hizo converger en un punto focal, cima de toda su filosofía. Se trata de Schopenhauer y su descorazonadora sentencia “Toda vida es sufrimiento”.
      En el discurrir schopenhaueriano se cita a Caledrón: “El delito mayor del hombre es haber nacido”; a San Bernardo: “¿De qué se vanagloria el hombre, cuya concepción es culpa, el nacimiento, pena, la vida, trabajo, y la muerte, fatalidad?”, al Budismo: “Esto es samsara: el mundo de la veleidad y el deseo, y por ende, el mundo del nacimiento, de la enfermedad, de la vejez y de la muerte: es el mundo que no debería ser”; en fin, se da lugar a todas las fuentes filosóficas, teológicas, literarias y, por sobre todo, a la experiencia misma del día a día, que no es más que un afanarse en vano bajo el sol, un correr tras el viento como dice el bíblico Qohelet, cuyo verso afamado corona el título de esta entrada.  
Nosotros podríamos agregar otros ejemplos más deplorables sobre la condición humana, y sumar nuevos aforismos acuñados por el saber más elevado, pero sería un redundar sin sentido acerca del infortunio de nuestra existencia. “Por eso –dice Qohelet- felicito a los que han muerto más que a los que viven todavía. Y más que a ellos, al que no ha nacido y no ha visto las infamias que se comenten bajo el sol”.
Estas doctrinas fueron aceptadas hace tiempo por los pueblos de Oriente, pero en nuestro Occidente cultural permanecen escrupulosamente soterradas por el pavor que causan entre los mojigatos y los cándidos santurrones. En este contexto, y fiel a su estilo, Nietzsche se ve obligado, en las siguientes palabras, a expresarse con diamantina rudeza: “En la madurez de su vida y de su inteligencia, lo asalta al hombre el sentimiento de que su padre se equivocó al engendrarlo”. Bajo el mismo son se había expresado Schopenhauer, cuando supo afirmar que si el acto de la procreación dependiera sólo de un cálculo puramente racional, entonces el futuro de la humanidad sería, cuando menos, incierto; pero como el deseo sexual y la promesa de un placer intenso van unidos a la procreación, entonces el engaño queda consumado de modo genial, para perdición de la humanidad. Tal vez por eso -aventura Schopenhauer- “illico post coitum cachinnus auditur Diaboli”.