jueves, 9 de mayo de 2013

Mímesis


Condenado a muerte, Sócrates aguarda en una celda peñascosa que se cumpla la sentencia. Las primeras luces del amanecer, en el postrer día de su vida, lo descubren durmiendo con una tranquilidad asombrosa. Los rostros luctuosos son de quienes asisten para despedirse del anciano filósofo: su mujer, sus hijos, y los amigos de siempre. Entre los recién llegados está Cebes, discípulo y afecto del filósofo, quien intrigado por unos versos que escribiera Sócrates en prisión, lo interroga sobre los motivos que lo inclinaron a ello. Sócrates explica que durante toda su vida ha tenido un sueño recurrente, en el que algún dios se le presentaba para alentarlo a dedicarse a las artes, y que él había interpretado que bastaba con hacer filosofía, ya que consideraba a ésta como la más perfecta de todas las artes. Sin embargo, un terror pío lo había sacudido en prisión, cuando tomó conciencia de la posibilidad fatal de haber cometido una omisión funesta que pudiera ofender a los dioses.
         En la Grecia de esos tiempos filósofos y poetas estaban celosamente enemistados, a tal punto que en el Libro X de su República, Platón había expuesto la necesidad de expulsar a los artistas de su Estado ideal, alegando que “La razón nos obliga a ello”. El argumento era sencillo: Si el arte es imitación (mímesis) de las cosas, y las cosas a su vez son imitaciones o copias imperfectas de las Ideas, entonces el arte se aleja a una doble distancia de la Verdad; al menos de aquella verdad que habita en el topos hiperuranio, o “Mundo de las Ideas” (único real y verdadero).
         Por su parte, el comediante Aristófanes había ridiculizado satíricamente al mismísimo Sócrates en su obra Las nubes, en la que caricaturizaba a los filósofos, presentándolos como personas estrafalarias que solían enfrascarse en estériles divagaciones meteorológicas.
        En medio de la contienda suscitada entre el gremio de los filósofos y el de los poetas, “Estos sueños de Sócrates, y esta aparición, son el único indicio de una duda, de una preocupación sobre los límites de la naturaleza lógica del conocimiento” dice Nietzsche. Se imagina el filósofo alemán que tal vez Sócrates habría adquirido en aquella hora póstuma esa claridad proverbial que suele atribuírseles a aquellos cuya muerte es inminente. En ese trance habría conjeturado Sócrates estas palabras: “Quizás sea el arte un correlativo, un suplemento obligatorio de la ciencia”; y con esta genial intuición dejaría abierta la posibilidad de una tregua, que no tardaría en consolidarse.
        Tal vez sea este el mayor legado de aquel ateniense a quien el oráculo supo designar como el más sabio de entre los hombres, y a quien Borges dedicara estos versos señeros:  

       "Dos griegos están conversando: Sócrates acaso y Parménides.
       Conviene que no sepamos nunca sus nombres; la historia, así, será más misteriosa y más tranquila.
       El tema del diálogo es abstracto. Aluden a veces a mitos, de los que ambos descreen.
      Las razones que alegan pueden abundar en falacias y no dan con un fin.
      No polemizan. Y no quieren persuadir ni ser persuadidos, no piensan en ganar o en perder.
      Están de acuerdo en una sola cosa; saben que la discusión es el no imposible camino para llegar a una verdad.
      Libres del mito y de la metáfora, piensan o tratan de pensar.
      No sabremos nunca sus nombres.
      Esta conversación de dos desconocidos en un lugar de Grecia es el hecho capital de la Historia.
      Han olvidado la plegaria y la magia."

miércoles, 1 de mayo de 2013

Animal laborans


El que no quiera trabajar, que no coma”, es la exhortación draconiana con que el apóstol Pablo se dirige a los cristianos de Tesalónica; ya que no era el caso de andar por ahí incumpliendo las penalidades con que el dios veterotestamentario supo castigar al género humano por haber mordisqueado la manzana del orgullo y la vanidad. Pero en el decurso de lo humano nada es tan simple como pudiera parecer, y desde siempre han existido aquellos individuos más o menos numerosos que ostentaron la inefable cualidad de eludir los rigores del trabajo, traspasando su carga a los ajenos hombros de sus prójimos más desprevenidos.
Claro que estas malabarezcas maniobras de evasión sólo pudieron germinar en un suelo previamente abonado por calculadas ideologías de dominación mercantil. Frases “hipnopédicas” tales como “El trabajo es salud”, o “El trabajo dignifica”, fueron forjadas con el objetivo malicioso de trocar una maldición divina en supuesta bendición, y que a la postre no hacen más que sumir en la miseria a la mayoría de los hombres, a la par que sostienen el despilfarro pasmoso de las clases acomodadas, o “clases ociosas”, como las llamara Thorstein Veblen. Tras estos geniales pases de prestidigitación retórica, masas ingentes de criaturas humanas sacralizan el trabajo, olvidadas para siempre de aquel sermón en las montañas que intentaba redimirnos de las antiguas cadenas adámicas, del modo siguiente: “No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir”.
Escribo en la esperanza, tal vez demasiado ingenua, de que los ecos de la potente voz del galileo retumben en nosotros cada día, para recordarnos a las aves del cielo y a los lirios del campo, que no siembran ni cosechan, ni trabajan ni hilan, ni se afanan por el día de mañana. Tengamos presente que “No existe mayor equivocación que consumir la mayor parte de la vida en ganarse el sustento”, según supo decirlo en su hora H.D. Thoreau, pues “nada hay más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar”.