martes, 14 de enero de 2014

Felices, los niños



        Urgido a responder quién era el hombre más feliz del mundo, Solón contestó al fastuoso rey Creso, que así lo interrogaba con aire retórico, que “de nadie puede decirse que es feliz hasta que haya muerto”. La felicidad mora en el pasado, ya que tanto el presente como el futuro son juguetes del acaso. El destino de los hombres, su suerte, es tan sólo una posibilidad en el sentido que la entiende Kierkegaard, es decir, posibilidad de ser, pero lo primero y ante todo, posibilidad que aún no es y que puede no serlo jamás. Nuestra vida es una ecuación que suma, resta, divide y multiplica penas y alegrías, y cuya raya definitiva únicamente se marca tras la muerte, y es recién ahí cuando podemos saber el resultado final… cuando ya no somos.        
         Captamos la verdad en aquellas palabras del sabio Solón, aunque de hecho la vida nos ha enseñado que su frase podría acotarse a señalar que nadie es feliz. En la quimérica cifra que conforman los días de un mortal, son muchos más numerosos e intensos los males y dolores que lo asolan que los placeres que le aguardan. Esta cruda constatación hizo sentenciar a Schopenhauer que “la vida es un negocio cuyos beneficios no cubren ni con mucho los gastos”. El viejo filósofo alemán fue pródigo en describir los dolores del mundo y la nihilidad de nuestra existencia, adelantándose así varios años al doctor Freud, quien estaba convencido de que “el plan de la «Creación» no incluye el propósito de que el hombre sea «feliz»”.
        El maestro Aristóteles había señalado que todos los hombres tienden siempre (por naturaleza) hacia la felicidad como fin último (télos) de sus vidas. Schopenhauer hizo visibles los escollos que se oponen encarnizadamente entre el hombre y su felicidad; y dejó que Freud expresara la necesaria conclusión: El designio de ser felices, es irrealizable.


Nadie es feliz, ni puede llegar a serlo, puesto que la felicidad pertenece siempre al pasado y es más un fantasma de nuestra memoria que una realidad vivida (muy bien lo han entendido todos los pueblos antiguos, en cuyos relatos mitológicos incluyen una idílica “Edad de Oro” en el principio de los tiempos). 
     La felicidad nunca es más que un recuerdo mentiroso, tergiversado, fantaseado, que nuestra memoria ha tejido tal vez para hacernos soportable la existencia miserable de las horas que se suceden. Los hombres somos niños que han sido felices en el recuerdo de los hombres que somos.