viernes, 12 de febrero de 2021

"Mi paz os dejo"

 

Jerusalén, en hebreo רוּשָׁלַיִם Yerushalayim, significa “La ciudad de la paz”, de yeru, “casa”, “ciudad”, y shalom, “paz”. Para los árabes “paz” se dice salam, y a Jerusalén la llaman القـُدْس Al-Quds, “lo sagrado”, “lugar sagrado”. Por lo tanto Jerusalén sería “La ciudad sagrada”, la “La casa de la paz”, la casa de Dios. Fue allí, y no podía ser en ningún otro lugar más que en la ciudad tres veces sagrada, donde Jesús el Cristo se despidió en su postrera cena de sus amados discípulos, sus queridos amigos, a quienes llamaba su familia. Las palabras que usó fueron “Mi paz os dejo, mi paz os doy. La paz que os doy no es como la que da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.” Ahora bien, ¿qué tipo de paz es esa que da Jesús? Él mismo nos dice que no es la paz del mundo, es decir, aquella eufemística pax romana, verdadero ejemplo de oxímoron descarnado. La pax augusta o pax romana es mentirosa, hipócrita, pues se sostiene a base de sangre y lágrimas, de muerte y opresión. Esa no es la paz de Cristo, por eso él se apresura a decir “Ya no hablaré mucho más con ustedes, pues se está acercando el príncipe de este mundo.” El príncipe de este mundo (Satán o César, ¿qué más da?) habrá de considerar necesaria la muerte del rabí de Nazaret para mantener su falsa pax. Jesús también fue llamado príncipe, pero no de este mundo, fue llamado “Príncipe de paz”, pero de una paz totalmente otra.

Hay elementos para pensar que la paz de Cristo es más cercana a aquella doctrina que se predicaba en el Jardín de Epicuro unos siglos antes. El filósofo de Samos había enseñado que la verdadera dicha consistía en alcanzar la aponía o ausencia de dolor en el cuerpo, y la ataraxia o imperturbabilidad del alma. Ese era el ideal ético del filósofo, dado en aquellos tiempos por la imperturbabilidad, o la apátheia de los epicúreos y de los estoicos. De esas enseñanzas nos vendría la imagen del filósofo que arrostra los embates de la vida como una roca enhiesta sobre la que rompen furiosas las olas del mar embravecido. La paz, la tranquilidad de espíritu, la buscaban los helenistas ya no en los asuntos del mundo, siempre amenazantes y caprichosos, sino en el interior de cada uno, en el alma. En eso se parece a la paz de Cristo, pero aun así hay un abismo de diferencia entre ellas.

La ataraxia y la apátheia son estados del alma cuando se logra serenidad y tranquilidad, un equilibrio y una quietud que el hombre puede alcanzar por sí mismo, sin intervención de los dioses. El camino para lograrlo era claro, sólo había que abrazar la vida filosófica, ya que para Epicuro practicar la filosofía era la mejor medicina para curar el alma (pharmakón tés psychés). Allí está la radical diferencia con la paz de Cristo, una paz que el hombre no puede alcanzar por sí mismo y que, por lo tanto, se considera un don divino, una gracia, un regalo, una gratuidad. Cuando Jesús nos dice “Mi paz os doy”, nos otorga un don por el cual, en medio de las tribulaciones del mundo, nuestros corazones no se turban ni sienten miedo; por su paz sentimos, aun en medio de las penurias, en medio de las aflicciones y los padecimientos, que son felices los que lloran, porque estamos seguros que ellos hallarán consuelo.

           La paz de Cristo no es ausencia de guerra ni de conflictos; la paz de Cristo no se logra con ascesis ni se alcanza con prácticas filosóficas. La paz de Cristo es un regalo que él coloca en la intimidad de nuestros corazones, es su presencia misma en nuestras ajetreadas vidas. Cuando los judíos se encuentran o se separan se saludan con un “shalom” o “shalom alejem”, “La paz sea contigo”; igualmente los árabes, que se saludan con un “salam” o “as-salamu aleikum”, “Que la paz esté contigo”. Siento que no hay nada más hermoso que esos saludos, tan alejados de nuestros fríos e impersonales “hola” y “chau”, ya que nada hay mejor en este mundo tan inquieto que desear al prójimo que tenga paz en su corazón cada día de su vida. Por eso, amigo lector, me despido deseándote de corazón a corazón que la paz esté contigo.