viernes, 15 de junio de 2012

A la memoria del joven Werther

El amor es libre, o no es amor. El amor tiene alas; es etéreo, volátil. Cualquier tipo de restricciones que limite su libertad implica cortarle las alas al dios Eros. “Ama y haz lo que quieras”, es la exhortación clara e inequívoca con la que Agustín nos aguijonea en su ya famosísima Homilía VII.
El vuelo de Eros es más que nada un revoloteo errático, inconstante, que ora lo hace posar en un sitio, ora lo lleva a otro, sin derroteros claros ni premeditados. Es por eso que estamos de acuerdo en darle todo nuestro crédito a la sentencia nietzscheana que nos previene así: “Pueden prometerse acciones, pero no sentimientos, porque éstos son involuntarios. Quien promete a otro amarlo siempre u odiarlo siempre o serle siempre fiel, promete algo que no está en sus manos poder cumplir…”
Azarosas son también las trayectorias que siguen las saetas caprichosas del dios. “Solo se ama lo que no se tiene”, según el discurrir de Sócrates en El Banquete, ya que justamente el amor es una tensión constante hacia aquello que no se posee y se siente como una necesidad; el amor es la búsqueda de aquello que carecemos. Así resulta posible explicar el deseo que experimenta el amante, de poseer constantemente y con exclusividad al ser amado, y que hace lamentar a Werther del siguiente modo: “¡Ah, este vacío! ¡Este horrible vacío que siento aquí en mi pecho!... A menudo pienso: si tan solo pudiera estrecharla contra mi pecho, tan solo una vez, todo este vacío se colmaría.”
Y no otra cosa es el matrimonio, sino una institución legal que intenta (desatando la burlona risa de los dioses), asegurar el monopolio del goce en la posesión del otro; sin considerar, muchas veces, la precariedad de ese deseo, que muere irremediablemente, como todo deseo, con su satisfacción (inmediatamente, o a la postre).
Es que no debemos soslayar que Eros, además de alado, es un dios niño. La representación del Amor como un infante nos habla de su fugacidad. “El amor muere joven” dice Roberto de las Carreras, y Vinicius de Moraes reafirma la idea con sentencioso laconismo: “El amor es eterno mientras dura”. Por eso, muchas veces sucede lo que con el desventurado joven Werther: para que no muera el amor, se prefiere la muerte del que ama, en el momento más apasionado de su Sturm und Drang, como sacrificio supremo al hijo de la Citerea.
Para ti pues, joven amigo, porque tus vicisitudes son las nuestras, estas breves palabras.

viernes, 8 de junio de 2012

In Fidelitate

La fiera soldadesca de Tarquino el Soberbio acampaba displicente durante el sitio de Ardea. En la tienda principal Sexto, el heredero, y su primo Lucio, se gastaban pullas groseras zahiriéndose mutuamente a costilla de sus esposas. El humor ácido de los Tarquino inquietó sus corazones, trasmutando pronto las bromas por la negra desconfianza que nubla la razón; y esa misma noche decidieron volver a sus hogares, con la intención de sorprender a sus cónyuges en el quehacer cotidiano, y descartar de ese modo cualquier atisbo de reconcomio suspicaz.
Llegáronse primero por la residencia de Sexto, y al franquear los pórticos de la casa marital, la improvisada comitiva sorprendió a la esposa de éste en pleno deleite saturnal, gozando las mieles de Venus en los brazos de un copioso grupo de porfiados pretendientes. Totalmente otra era la escena en la casa de Lucio Colatino, en cuyos aposentos Lucrecia, parangonando a Penélope, tejía en solitaria espera de su guerrero marido.
Un orgullo sosegado colmó el espíritu de Lucio, en la medida misma en que la envidia y el rencor se encaramaron en el alma de su primo, quien en ese desgraciado interín urdió su vendetta y la llevó a cabo la noche siguiente. Volvió Sexto a la Ciudad Eterna al caer la siguiente tarde, mientras sus compañeros de armas guerreaban en Ardea, ignorando su ausencia. Se introdujo furtivo al lecho de Lucrecia y con viles amenazas la obligó a entregarse a sus deleznables antojos.
Cuando la mañana despuntó su clara luz sobre las siete colinas, Lucrecia llamó a su padre y a su afrentado marido, y luego de relatarles el episodio de su ultraje, acabó con sus días clavándose un puñal en el pecho al tiempo que exclamaba lastimera “¡Ninguna mujer quedará autorizada con el ejemplo de Lucrecia para sobrevivir a su deshonor!”.
Cundió la noticia de la injusta muerte de la casta Lucrecia, y se desató el enfado entre los romanos. La agitación pública fue tanta y de una violencia tal, que los ánimos agitados recién se apaciguaron con el asesinato del pérfido Sexto y la condena al exilio de su padre, el último Rey.

El gobernante de Rávena, en fría y calculada especulación política, acuerda el matrimonio de su joven hija Francesca con el deforme Giovanni Malatesta. El encargado de preparar los pormenores de la boda es el hermano de este último, el joven y apuesto Paolo. Los futuros cuñados se encuentran por primera vez para ultimar detalles del convite, y en ese mismo instante sienten sus almas entrelazarse con la fuerza del infinito amor.   
Francesca y Paolo nunca se dijeron nada con palabras, simplemente dejaron que sus ojos hablasen lo que sus corazones gritaban en silencio. Luego del matrimonio convenido, el cuñado frecuenta la casa de su hermano, y se entretiene en largas caminatas y amenas conversaciones con Francesca, mientras ambos sienten arder de modo indecible el deseo prohibido en sus pechos.
El desprecio que Francesca siente por su tullido señor encuentra un paréntesis de solaz apasionado sólo durante las visitas de Paolo, y entonces goza vivamente con apenas mirarlo en silencio y soñar despierta con sus cálidos abrazos.
Sentados en los bordes de una fuente que musicaliza la tarde con el fluir armónico de sus aguas, y amparados del sol mediterráneo bajo la sombra de un tupido árbol, los jóvenes se extasían en la lectura del romance suscitado entre Ginebra y Lancelot en el mítico reino de Arturo. Mientras las páginas avanzan sobre el regazo de Francesca, sus pechos se agitan y palpitan las sienes de ambos. Sienten que es su historia la que relata el libro y, resueltos en la cómplice soledad del jardín, sus cuerpos se arriman con disimulo, buscando la cercanía y el calor del amado. Sin más poder contenerse, Paolo entrega cándido un beso de amor encendido sobre los labios rosados de Francesca, sin percatarse, ¡ay!, que el celoso marido merodeaba oculto en la floresta, a la espera de confirmar sus temores.
El acero frío del hábil condotiero atraviesa a los amantes en el mismo instante en que se fundían en eterno abrazo, truncando así para siempre su pasión proscrita. 

Una desató la violencia del infierno en la tierra; la otra en la tierra regaló un Paraíso sublime. Dime entonces, Sommo Poeta, ¿porqué en el Más Allá debieran trocarse sus suertes?

lunes, 2 de abril de 2012

El asno de Buridán


La paradoja reza “Colocados dos montones de igual cantidad de heno equidistantes a un burro, el bruto moriría de inanición; pues al momento de tener hambre, no podría decidirse por uno o por otro de los idénticos estímulos”.
Trasladado el ejemplo al hombre, la cuestión pasa a ser de las más graves que se puedan plantear: ¿Es libre el hombre para actuar, o se encuentra de algún modo determinado a obrar? Un ejemplo similar al del asno podría ayudarnos a clarificar el tema: Si colocamos ante un hombre que tiene por igual hambre y sed, un plato de comida y un vaso de agua, ¿cuál de sus necesidades saciará primero? Si decimos “el hambre”, ¿por qué este y no la sed? Podríamos decir que puede actuar indistintamente, que puede tomar tanto el vaso de agua como el plato de comida. Bien, tiene dos posibilidades para actuar, pero cuando elige, elige realizar una de ellas. De ahí la pregunta ¿Por qué esta y no la otra? Podríamos responder que el hombre elige la que desea más, pero si desea las dos por igual, como en este caso, ¿cuál elegirá primero?
Podríamos decir “elijo el vaso (o el plato) porque soy libre y hago lo que quiero. La libertad se identificaría así con el liberum arbitrium, el libre albedrío o la libertad para elegir. Cuando se concede esta facultad a la razón y a la voluntad, ipso facto se responsabiliza plenamente al agente por su acción; de otro modo, si el hombre no tuviese la libertad para elegir cómo actuar, si estuviese obligado de alguna forma, o si estuviese determinado a realizar una acción cualquiera, entonces no se le podría imputar responsabilidad alguna por sus actos ni por las consecuencias de los mismos.
Schopenhauer será quien formule una pregunta clave con respecto a este tema, que ya venía siendo debatido desde los inicios de la civilización. Supongamos, dice Schopenhauer, que tú haces lo que quieres, pero, ¿puedes querer lo que quieres? Es decir, ¿puedes en verdad elegir libremente qué es lo que quieres hacer? Su respuesta será enfáticamente negativa.
Quienes defienden el libre albedrío dicen que nuestras acciones son el fruto de una elección libre que realizamos en nuestro fuero íntimo. Entre las posibilidades de comer o beber elijo, por ejemplo, comer. Aunque nada ni nadie me obliga a ello. De hecho, podría, libremente, elegir lo contrario. En franca oposición a este planteo, Schopenhauer dirá que lo que desencadena la acción no es la absolutamente libre elección entre dos o más opciones, sino que toda acción está determinada por motivos. En cada persona confluyen diversos motivos, y el motivo más fuerte es el que determina la acción.
Aquí cabe hacer una pregunta que Schopenhauer no plantea: ¿Qué pasa cuando concurren motivos de igual intensidad que determinarían acciones contrarias?


jueves, 29 de marzo de 2012

Damnatio memoriae


          De labios de mi madre creo haber escuchado cuando niño unos versos, mientras caminábamos en un invierno plomizo entre la Plaza Libertad y “Casa Rosa”; y desde entonces encendieron en mí una acongojante inquietud misteriosa. Los versos formaban parte de un poema llamado Un pensamiento en tres estrofas, y decían así:

“La vida no es la vida que vivimos.
La vida es el honor y es el recuerdo.
Por eso hay muertos que en el mundo viven
y hombres que viven en el mundo muertos.”

Desde entonces me he preguntado si en verdad la vida no es ésta en que vivimos, sino “el honor y el recuerdo”; y siempre me pareció tarea imposible negar esa apreciación. Creo que se vive día a día, de a poquito; de la misma manera en que se muere, día a día, de a poquito. Cada acto nuestro lleva inscripto en sí una parte de nuestra decisión de vivir o morir. A veces se muere uno para vivir, y otras veces elige uno vivir, pero en ese instante muere para siempre.
La vida que importa no es la biológica, la de respirar, la de comer; la que importa es la vida que se prepara para el futuro, la que se construye con lo que hacemos y con lo que pensamos. Y así, si dejamos de existir, podemos seguir viviendo (muchas veces ahí se comienza a vivir realmente). Dependemos de los otros para vivir, si ellos nos recuerdan, entonces vivimos. Si hay aprecio, si hay amor, si hay orgullo, habrá memoria, habrá nostalgia, habrá alegría; y en ese amor, en ese orgullo, en esa nostalgia y en esa alegría, uno sigue vivo. Junto a mi recuerdo viviré yo.
¿Qué es vivir? ¿Qué es morir? No lo sé. Pero sí sé que cuando el mundo olvide que alguna vez existí, mi nombre, mi recuerdo, mis pasos, yo, todo, desaparecerá para siempre. Moriré. Cuando nadie pueda decir que estoy muerto, entonces lo estaré.
            El universo y la vida se agotan, mientras yo me preocupo, pienso, quiero desear, quiero hacer, y me quedo callado. No me atrevo a moverme, no me atrevo a decir qué tanto la amo. Siento la nada en mi alma, el hueco en mi cama, y la voz que se calla.
Soy lo que dicen, soy lo que creen, soy quien era y he dejado de ser. Soy la memoria de quien me ama, un recuerdo, un enigma, la marcha inexorable del tiempo, mis ojos tienen luz que no se apaga. El fuego es eterno mientras dura la llama que danza en la noche anunciando el alba; luego el sol se levanta y muestra entonces la desolación de mi alma.
¿Quién creerá en mis palabras? Delirios de noches, visiones enmarañadas. Sueño cumplido, vida cerrada, un abrazo en la plaza, una caricia justo a tiempo, una palabra, un rezo, una tierna mirada, una sonrisa, un te quiero, una tumba tapiada, canciones de a dos, besos que matan, manos unidas, y otra vez la desesperanza.
¿Quién sabe qué recuerdos, qué palabras, qué rostros, qué nombres estarán conmigo cuando me vaya? Muy adentro soy otro, sigo siendo ese otro, el de antes, el que te ama, el que busca, el que no entiende, el que las estrellas señalan.
¿Quién puede decir qué es lo que existe?, ¿quién ha vivido el mañana?, ¿quién se acordará de la tristeza de mis ojos en los días nublados?, ¿quién deseará refugiarse en mi pecho de mis brazos rodeada?, ¿quién creerá en mis sueños?, ¿quién se despertará en las noches con su mirada en mi cara?, ¿quién llevará a su lecho de muerte mi nombre, enamorada?



lunes, 19 de marzo de 2012

Meditatio mortis III



“Dicen que aquel que bebe, por siempre se condena.
Si es cierto que al que gusta del placer y del vino
condenan al Infierno, has de encontrar un día
el Edén liso como la palma de la mano.”
                                               (Omar Kheyyam)                              

         Si el infierno es similar para todas las culturas (lugar de sufrimientos más o menos mitigados o cruentos), de su contraparte no puede decirse lo mismo, ya que hay tantos Paraísos como creyentes sobre el mundo.
El Valhalla de los nórdicos es el lugar al que son conducidos los guerreros caídos en batalla, guiados por las hermosas Walkirias de rojizos cabellos. Allí son bien recibidos por un dios poeta, y se entretienen en festines en los que jamás escasean el hidromiel, los jabalíes asados y las frutas exóticas. Antes y después, los valientes aliados de Odín se la pasan guerreando entre sí, preparándose de ese modo para el Ragnarok.
En los Campos Elíseos los héroes y sabios griegos disfrutan dichosos de largas caminatas por verdes prados salpicados de coloridas flores. Allí charlan amenamente sobre el decurso de los asuntos humanos, entre árboles frutales y ríos de miel y leche. Tampoco faltan los ricos banquetes en el cielo musulmán, en el que setenta y cinco huríes de bellos ojos aguardan a cada uno de los muertos muslimes, para regalarles eternidades de sensuales disfrutes (Bendito sea Allah en su grandeza, y que la gracia sea con el Profeta Muhammad). 
En el cristianismo, luego de rechazar la teoría de la apocatástasis propuesta por Orígenes, los santos padres de la Iglesia discutieron frenéticamente intentando develar la siguiente pregunta: "¿En qué consiste el Paraíso?" Tras siglos de debates meticulosos, y entrada ya la era tomista, los popes del cristianismo lograron acordar que el Cielo debía consistir en el mayor bien imaginable. Difícil es explicar en pocas líneas porqué, pero les pareció a éstos que el súmmum bonum sólo podría lograrse en la eterna contemplación de Dios, hecho al que denominaron “visión beatífica”.
El Cielo cristiano, más que un lugar, es la plenitud  de comunión con Dios en un estado supremo y definitivo de dicha; pero en el que no habrá, según lo dice el catecismo, ni grandes y eternos festines, ni charlas amenas, ni huríes de grandes ojos, ni reencuentros con amigos o parientes. (Podría uno preguntarse entonces, sin ofender al catecismo, cómo podrá cumplir Jesús la promesa que recuerda Lucas en su evangelio allá por el capítulo 22, versículo 30, sin contradecir a tanto Concilio).
El presbítero Antonio Orozco Delclós en su escrito ¿Cómo será la eternidad? afirma que “A gentes poco ilustradas se les puede antojar algo monótono pasar la eternidad contemplando –simplemente contemplando– a Dios”. Y la verdad que, visto así, me declaró gente poco ilustrada, y reconozco que me sería monótono pasar la eternidad simplemente contemplando algo, lo que fuera que sea. Monseñor Alonso del Portillo resulta aún más lapidario cuando sostiene que “Cuando demos el gran salto, Dios nos esperará para darnos un abrazo bien fuerte, para que contemplemos su rostro para siempre, para siempre, para siempre”. Como si un solo “para siempre” no bastara para torturar al intelecto.
Lo dicho al comienzo se sostiene, hay tantos cielos como gentes; y si me es dado elegir alguno, me plegaría sin el menor atisbo de duda alguna a lo que cantan los siguientes versos del poeta amigo que nos viene acompañando, pues no cabe cielo mejor que me satisfaga más:

            “Unas gotas de vino del color del rubí,
             un pedazo de pan, un buen libro de versos
             y tú, en un solitario lugar, son más valiosos
             para mí que todos los reinos de los sultanes”

jueves, 15 de marzo de 2012

Meditatio mortis II


“Cielo, infierno, esperanzas, temores. ¡Bah! Que traigan
de beber. Una cosa es cierta: que la vida
va pasando, y el resto vaciedad tan solo es.
La flor marchita nunca renacerá de nuevo”.
(Omar Kheyyam)                              

            En el Canon de la Crítica de la Razón Pura Kant se plantea tres preguntas programáticas “¿Qué puedo conocer?, ¿Qué debo hacer?, y ¿Qué me cabe esperar?”, señalando que la más importante de todas es esta última, referida a lo que podemos, sin caer en contradicciones con la propia razón humana, esperar encontrarnos después de la muerte.
            Su respuesta se condice palmo a palmo con la de cualquier pietista del siglo XVIII. El filósofo de Köenisberg apuesta por un más allá que nos ha de deparar una justa recompensa por nuestros actos morales, o un inevitable castigo en caso contrario. El Cielo y el Infierno se presentan, una vez más, como los lugares más probables para la vida después de la muerte.
            El Cielo, en los mitos hebraicos, no se diferenciaba demasiado del Infierno, sino que más bien se confundían estos dos en un espacio en común llamado Sheol. Allí moraban las almas tanto de los muertos justos como las de los impíos, en un cierto estado catatónico o de semiinconsciencia perpetua. Hubo que esperar hasta la muerte del Cristo para que estas almas fuesen liberadas y repartidas entre el Edén y las sombras eternas del reino de la perdición. Recién entonces este último lugar recibe el nombre de Gehena, y se inviste con todos los ígneos atributos del sulfuroso Infierno cristiano.
            Para los griegos, el Hades era una región de ultratumba, cuyas umbrosas geografías (la Laguna Estigia, los ríos Leteo,  Cocito, Flegetonte, los Campos Elíseos, los Prados de Asfódelos, el Érebo, etc.), como así también su fantástica fauna  (vg., el can Cerbero o las arpías), sus lúgubres habitantes (Caronte, Éaco, Radamanto, Tisífone, Perséfone, o el mismísimo Hades), y las milenarias e inquebrantables costumbres que allí se verifican, fueron hartamente descriptas por miríada de escritores y poetas.
            El Infierno cristiano se encuentra pintado hasta en sus más nimios detalles por el pincel literario del Dante, constituyendo dicho cuadro los treinta y seis cantos más memorables de su Divina Comedia.  
            Aprisionados en círculos que de forma concéntrica se hunden en las profundidades abismales de la tierra, yacen en una eternidad de tormentos espeluznantes los condenados al Averno. En el primero de los círculos Dante se encuentra con una multitud de gentiles y de niños recién nacidos, muertos de manera inconsulta antes de recibir el salvífico sacramento del bautismo. Es que el Concilio de Lyon y también el de Florencia, en análogas sentencias, acuñaron una idea curiosa sobre la imposibilidad de que sean salvos aquellos que no fueran bautizados (“Extra ecclesiam nulla salus”, rezaría un católico lema un tiempo después). Lo singularmente extraño es que ninguno de los excelentísimos y doctos miembros de la Iglesia reparara en el poco caso que se hacía con esas posturas al pedido de Jesús el carpintero, quien apenas unos años antes había suplicdo que dejasen a los niños que vayan hacia él. (Cabría mencionar aquí, y para mayor tranquilidad del lector, que Agustín intentó matizar un poco la cuestión de los no bautizados, concediendo, al menos, la garantía de que las llamas que han de atormentar a estos críos debían ser, seguramente, “mitigadísimas”)
            Franqueando las puertas del Tártaro encuentra Dante la más terrible y desoladora de todas las frases “Abandonad aquí toda esperanza”; y un poco más allá, en virtud de la gravedad de sus pecados, los réprobos se arremolinan en círculos cada vez más profundos y siniestros, hasta llegar a la morada misma de Lucifer. Allí, en el corazón recóndito del Infierno, Satanás se entretiene castigando a la raza más vil de los condenados, es decir, a los traidores, estirpe maldita de hombres, émulos impíos de Judas el Iscariote.

     
Una vez encontré en la taberna a un sabio
venerable. «¿Qué puedes –le pregunté- decirme
de aquellos que se fueron?» «Bebe –dijo solícito-
porque muchos marcharon, pero ninguno ha vuelto»
(Omar Kheyyam)                              

martes, 13 de marzo de 2012

Meditatio Mortis I


            Desde su concepción, la filosofía fue considerada como una preparación para la muerte. Según Platón, el cuerpo es la cárcel del alma, y la filosofía es el camino mediante el cual ésta se libera de aquel. La filosofía fue el consuelo de Sócrates al beber la cicuta, y consolación para Boecio en sus últimas horas. Aunque hubo algunos otros que le negaron absoluta importancia, como tal fue el caso de Epicuro. Decía este filósofo de Samos que no hay que hacer caso de la muerte, pues cuando nosotros existimos, ella no es (no está, no existe); y cuando ella viene, nosotros ya no somos (no existimos). La muerte, como hecho, nos es extraña, asentirán los existencialistas; pero como posibilidad, determina toda nuestra existencia, agregarán luego. Y es que la muerte fue, a no dudarlo, el tópico predilecto de los existencialistas.
            Desde Kierkegaard a Sartre, la meditación sobre la muerte atraviesa con gravedad los ensayos, las novelas y los cuentos, tanto de Jaspers, Heidegger, Unamuno, Marcel, Berdiaeff o incluso Tolstoi, quien sobre la cuestión escribió, para mi gusto, una de las más grandes obras sobre el tema. Me refiero a La muerte de Iván Ilich. En esas páginas majestuosas asistimos a la descarnada experiencia de la muerte, relatada, en sus pasajes más crudos, en primera persona. Compartimos allí el trance mediante el cual Iván Ilich toma plena conciencia de que él es, sin más, “un ser para la muerte” (al decir de Heidegger), y que la vida no es más que un efímero y absurdo tránsito entre dos eternidades de nada.
            Si hemos de considerar a la filosofía de Kierkegaard como la génesis del existencialismo, no olvidemos que ella abrevó de las aguas schopenhauerianas, en cuyo sistema la cuestión de la muerte descuella por su insondable peso. Decía el filósofo de Danzig (amigo ya de este blog) que después de morir seremos lo mismo que fuimos antes de nacer, es decir, nada.
            Hacerse conscientes del “singular acaso” de nuestra existencia (ahora cito a Scheller), del hecho de que somos pero bien pudimos no haber sido; y de que el breve decurso de nuestra vida (tan insignificante como una chispa que dibuja su forma caprichosa en el telón nocturno, en un instante fugaz y azaroso) nos conduce inexorablemente hacia el abismo de la nada ineluctable y eterna, provoca en el hombre un sentimiento de angustia y de náusea, que en ese mismo instante lo coloca en posesión absoluta de su auténtico existir.
            Para escapar al peso de la señalada angustia, el hombre se inventó dioses y paraísos, relatos y fábulas, tal como lo afirma el gigante español don Miguel de Unamuno, al concluir que es la angustia existencial y no la necesidad racional la que nos lleva a creer en Dios.

(El título de esta entrada se lo debo a los manes de un caro profesor con ínfulas de poeta a quien, a modo de reciprocidad, obsequio los versos de Omar Kheyyam que clausuran esta primer entrega)

“Cuando a los pies me vea de la muerte, y se corte
el hilo de mi vida, con mis cenizas quiero
que se fabrique un jarro. Quién sabe si al llenarlo
de vino hasta los bordes renaceré a la vida.”

jueves, 8 de marzo de 2012

Sin pretensión de cursilería


La mujer, muchas veces despreciada, históricamente tratada como un ser inferior dentro del género humano, considerada un eslabón intermedio entre el niño y el hombre; y muchas otras veces ensalzada a la categoría de diosas y musas es, en realidad, un ser infinitamente misterioso, heterogéneo y complejo. Las hay viles, que infectan con su ponzoña la tierra por donde se arrastran. Las hay intrascendentes, que solo ocupan un lugar en el espacio. Y las hay inmaculadas, cuya fuerza sideral mueve al universo. A estas últimas, seres maravillosos que nos acercan a la trascendencia divina, dedico estas palabras.
La belleza de una mujer es un don de incalculable valor, infinita virtud capaz de impulsar todo tipo de empresas. Y no es bella la delgada o la robusta, la rubia o la morena, la alta o la bajita, la joven o madura; no hay una característica en particular que haga bella a una mujer. Pero existen mujeres que son bellas por naturaleza, que se roban nuestra atención, que nos obligan a seguirlas con la mirada hasta que se pierden de vista, y aún nos dejan observando al horizonte en el punto exacto en el que desaparecieron ellas.
Hay también mujeres que purifican el aire a su paso, dotándolo además de una exquisita fragancia. Mujeres que en cualquier situación permanecen hermosas e inalterables; ya sea vestidas o desnudas, dormidas o despiertas, maquilladas y peinadas o no.
Hay mujeres que mueven las fibras más íntimas de nuestro ser, que marcan a fuego su nombre en el interior de nuestro corazón; capaces de hacernos sentir plenamente el amor en ese instante fugaz en que el azar cruza sus miradas con la nuestra, haciendo vibrar nuestra alma en un son armónico con la música cósmica.
Hay mujeres que mueven ejércitos a su rescate, que ponen imperios a sus pies, que con su dulzura y bondad se elevan por encima de la humanidad.
Hay mujeres que en esta vida en la que todo parece sueño y nada parece cierto, son un oasis de verdad.
Hay mujeres que nos hacen pensar que nada hay más bello que el cuerpo desnudo de una mujer, y digo desnudo aún que provisto de ropas; pues estas se hicieron no para tapar la hermosura de su cuerpo, sino para hacerla más creíble, menos etérea.
Hay mujeres que todo lo pueden y que por ellas todo lo podemos; aceleran nuestros corazones, agitan nuestra sangre, apuran nuestra respiración; en fin, dan movimiento a la vida y por ellas sentimos que estamos vivos más allá del monótono fluir del tiempo.
Hay mujeres que inspiran a los poetas las glosas más sublimes, haciendo que sus ojos se bañen de lágrimas y sus manos tiemblen de emoción al deslizar la pluma sobre el papel.
Hay mujeres que nos recuerdan al Paraíso, graciosa manzana que nos hace evocar un lugar mejor, y que son la imagen de lo que los hombres hubiéramos debido ser.
Hay mujeres ante las cuales las mareas de los océanos detienen su ímpetu, ante las cuales los soldados deponen sus armas, los vientos se calman y las noches se aclaran; son el símbolo del sosiego y la quietud que frena la violencia y la barbarie.
Si no existiesen los ojos de las mujeres, ningún hombre hubiese mirado jamás las estrellas para encontrarlas a ellas en el brillo fulguroso de los cuerpos celestes.
Si no existiese su boca, ningún hombre habría probado la miel para complacerse en el recuerdo de su sabor.
Si no existiesen sus largos cabellos, ningún hombre hubiese surcado los mares acariciando las ondas del negro piélago.
Si sus manos nunca nos hubiesen acariciado, el fuego jamás se habría encendido en los hogares.
¿Para qué las flores? ¿Para qué las aves? ¿Para qué los amaneceres? ¿Para qué la luna y los soles infinitos de infinitos universos? Si no para ellas, nacidas del vuelo grácil de alegres mariposas, sostén de nuestras vidas, compañeras de aventuras, sueños de un artista loco y colosal. Mujeres…

viernes, 2 de marzo de 2012

"La vida es sueño"


El verso del título es de Calderón, pero la idea en sí ya se había gestado en el comienzo de los tiempos en el lejano oriente. En los Upanishads leemos que el sueño es un estado fronterizo entre la vida y la muerte por donde el alma suele vagar. Heráclito había observado que quienes duermen se enfrían un poco, y quienes mueren se enfrían del todo, por lo que estos dos acontecimientos debían estar conectados de alguna forma; y de ahí que en los mitos griegos Hypnos (dios del sueño) y Thánatos (dios de la muerte) fueran concebidos como hermanos gemelos.
Homero reconocía dos clases de sueños, a saber: unos que salen de unas puertas de cuerno, y otros que salen por unas puertas de marfil. Los primeros son proféticos y anuncian, a quienes los sueñan, hechos que sucederán en su futuro próximo. Los últimos son simples imágenes oníricas carentes de mensajes cifrados. Distinguir entre un tipo de sueños y otro era todo un arte entre los antiguos, quienes, como en el caso de los oniromantes Artemidoro de Daldis o José, hijo de Jacob, dedicaban su vida entera a ello.
Es creencia de muchos, sobre todo en oriente, que durante la etapa onírica del sueño el alma realiza algo así como un viaje, durante el cual, sin embargo, el alma no se independiza del todo de su cuerpo, sino que queda atada a él mediante un cordón de oro o plata según las opiniones diversas. Si durante el sueño ese cordón se cortara, el alma del soñador no podría regresar a su cuerpo y este moriría sin remedio. Algunas veces el cuerpo despierta, dicen estos mismos, antes que el alma haya emprendido o finalizado del todo su regreso, y entonces el soñador está despierto pero incapacitado para moverse hasta que su ánima le vuelve al cuerpo y le imprime el natural movimiento.
En sueños, como ya lo sabemos por la cantidad ingente de historias que así lo atestiguan, (ya sea por la cercanía con la muerte o por la liberación del alma que entonces opera) los hombres se comunican con sus dioses. Así le sucedió a José (el padre putativo de Cristo) antes de la matanza de los inocentes; o a Eneas, cuando los manes de Troya le aconsejaron partir hacia la tierra de los latinos para fundar Roma; o como Huitzilopochtli se les apareció a los mexicas en el cerro Chapultepec para que fundaran Tenochtitlán unos pasos más adelante.
Pero también el Diablo hace de las suyas en los sueños, ya sea inspirando geniales piezas de violín, como en el caso de José Tartini; o amedrentando al pobre padre Pío de Pietrelcina; o bien anoticiando a los tres jóvenes del asesinato de su hermana a manos del eremita Barsisa. Es que la vida es sueño, sí, pero a veces es también pesadilla.
“La vida es sueño, morir es despertarse” sentenciaba el hispanófilo Schopenhauer, quien dedicó gran parte de sus pensamientos a desentrañar los insondables misterios de Morfeo. Decía el filósofo que en los sueños satisfacemos los deseos que en el estado de vigilia se nos ven negados; genial intuición, esta de Schopenhauer, que luego sería desarrollada por Freud, aunque de modo demasiado prosaico en comparación con las idílicas líneas del filósofo de Danzig. Lo que sucede es que todo intento científico por adentrarse en las geografías del ensueño es un invasivo agravio a tantos poetas que dedicaron sus mejores horas a cantar sus rimas a los sueños. A modo de repudio contra esos funestos embates de la razón científica, y para conjurar cualquier vinculación psicoanalítica que pudiera vislumbrarse en este escrito, citaremos unos versos loables del poeta persa Omar Khayyam:

“No busques la felicidad: la vida es breve como un suspiro.
Convertidos en polvo, flotan, en el molino que contemplas, Jamshyd y Kaikobad. 
El universo es un espejismo; la vida, un sueño.”

(Cabría preguntarse siguiendo tu escuela, afectísimo Omar, si la vida es sueño, ¿a los que soñamos quién nos sueña? ¿Y quién, a su vez, a ese sueña?)

sábado, 18 de febrero de 2012

Archifémina


Si nos guiamos por los relatos del Génesis y del libro de Isaías, es imperioso aceptar que la primera mujer creada por Dios no fue Eva, sino Lilith. A diferencia de la reputada madre del género humano, Lilith no fue sacada del costado de Adán, sino que fue moldeada directamente por las manos de Dios. Parece ser que hubo en el Edén una desavenencia conyugal entre la primera pareja, y Lilith, no queriendo someterse a los caprichos de Adán, prefirió abandonar la paradisíaca residencia marital y hacer vida de soltera en rancho aparte, junto a las orillas del Mar Rojo.
Desconcertado por el repentino abandono de su esposa, Adán suplicó ayuda al Creador, y Éste envió sus ángeles para ordenarle a Lilith que regrese junto a su esposo. La audiencia de reconciliación fracasó, puesto que la indómita dama prefirió conservar su transgresora independencia, y la comitiva divina tuvo que volverse con las manos vacías. Adán clamó por una nueva esposa y Dios se la concedió, cuidando esta vez de crearla sumisa y obediente, sacándola para ello de la costilla del hombre (aunque como ya sabemos, la Serpiente del Mal se encargaría luego de demostrar que también la curiosa Eva era capaz de provocar, más por ingenua que por perversa, grandes dolores de cabeza a su compañero y a su Hacedor).
Dios castigó las ínfulas emancipatorias de Lilith haciendo que sus hijos muriesen, a razón de cien por día. Deseosa de prole, la impetuosa y libertaria mujer comenzó a aparearse con cuanto hombre o demonio se le cruzase en el camino, valiéndose para ello de su fascinante belleza y de su ardiente pasión. La pelirroja seductora yació en primera instancia con Asmodeo, el demonio que rige las bridas de la pasión carnal y la lujuria, pero ni siquiera él pudo aquietar la furibunda pasión exuberante de Lilith (o al menos así lo refiere la tradición talmúdica).
El nombre Lilith, en hebreo, significa “la nocturna”, y las enseñanzas de la Qabbaláh (con una mal disimulada impronta machista, para el gusto de algunos) justificaban el sentido de este epíteto pintando a dicha fémina como una siniestra diablesa que mantiene relaciones sexuales con los hombres, aprovechándose de la indefensión de los mortales durante el sueño. Lilith se transformó entonces en la reina de los súbcubos, siendo la lechuza su animal emblemático, debido a sus hábitos nocturnos. 
Tengan cuidado, entonces, quienes se aprestan al reparador sueño, pues las andanzas de esta esposa disidente continúan hasta el día de hoy. Cada noche, un número prodigioso de adormilados desprevenidos reciben la azarosa visita de Lilith, quien les infunde en sus pechos deseos prohibidos, para luego saciarlos sin recato alguno en el oscuro reino de las quiméricas ensoñaciones.  






lunes, 6 de febrero de 2012

Las flechas del tiempo


La Naturaleza parece acomodarse bien a una concepción cíclica del tiempo. Al trajinado día le sucede la serena noche, y a esta, de nuevo el día. Luego del cansino otoño sobreviene el frío invierno, y después la fecunda primavera nace para dar paso al cálido verano, y así de nuevo cada año. Las fases de la luna se presentan en ciclos (llena, menguante, nueva, creciente y vuelta a empezar), así como las mareas de los océanos, la floración de los campos y la fertilidad de las mujeres. La vida de todo ser vivo es un círculo perpetuo en que cada individuo nace, crece, se reproduce y muere, para dar lugar a otros nuevos que inexorablemente cumplirán con el mismo ciclo vital.
La idea de un tiempo cíclico parecía la más natural, la más adecuada, y fue esta percepción la que primó durante millones de años, desde que esas regularidades señaladas (y otras no tan evidentes) le fueron familiares al hombre.
Era lógico entonces que esta visión tan arraigada en lo más profundo de la mente humana chocara violentamente con una idea totalmente disímil sobre el tiempo. Esto aconteció cuando confluyeron en un punto geográfico las tradiciones indoeuropea y judeocristiana. En la primera se había forjado la filosofía como vía regia para conducirse hacia el saber. En la segunda, estaba naciendo el cuerpo doctrinario de una religión basada en la Revelación hecha por un Dios a su pueblo, mediante la cual transmitía determinadas verdades que revestían un carácter incuestionable.
Algunas de esas verdades, difíciles de aceptar por el agudo razonamiento de los filósofos versaban, entre otras cosas, sobre la existencia de un Dios Trino, sobre la creación desde la nada, sobre la humanidad y divinidad simultáneas de una persona, y también sobre el principio y el final de los tiempos (El tiempo, para los judeocristianos, podía ser representado por un segmento de recta que posee principio –el Génesis- y final –el Apocalipsis-).
“¿Qué hacía Dios antes de crear el tiempo?” se preguntaban (no sin cierta picardía) algunos gentiles, “Preparaba un castigo para los que hacen esa pregunta” respondían (no sin cierta impaciencia) algunos cristianos . Pero hubo alguien que se tomó en serio el asunto. Aurelio Agustín, era un converso al cristianismo que en su disipada juventud había militado en el maniqueísmo, y conocía a la perfección la filosofía grecolatina. San Agustín meditaba más o menos así: El pasado no es, pues ya ha dejado de ser, no existe. El futuro tampoco es, pues todavía no advino, tampoco existe. El presente es una línea imaginaria entre el pasado, que ya no existe, y el futuro, que todavía no existe; el presente es un fantasma de fantasmas. Y si el hombre viviera solamente en el presente, este dejaría de ser tiempo y se convertiría en inmóvil eternidad; para ser tiempo y no eternidad, es necesario que el presente transcurra instantáneamente desde el “todavía no” al “ya no”.
Abrumado, Agustín de Tagaste concluía lo que cualquiera en su sano juicio se ve obligado a repetir: "¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé."



sábado, 4 de febrero de 2012

Primum vivere deinde philosophari



    La frase del título se la suele atribuir a Hobbes, aunque hay otras similares y de idéntico sentido, de mucha más edad. “¡Primero vivir y después filosofar!” es el punzante argumento con el que se suele apremiar a los que se dedican a la vida contemplativa. Es que la vida se parece –según el parangón de Pitágoras- a los juegos que se desarrollan en un estadio (hoy podríamos decir, aggiornando y empobreciendo bastante la comparación, que se parece a un partido de fútbol): algunos acuden a ella a competir, a jugar, (son los que se afanan en la labor y el trabajo); otros a comerciar (los que buscan, ante todo, ganancias económicas); y los que van simplemente en calidad de espectadores (los filósofos). El principal (si no el único) interés del filósofo sería entonces contemplar la vida cual si fuese una pieza teatral que se representa delante de él, y cuyo sentido intenta descifrar.
Esta actitud o modo existencial, suele a veces (nunca en todos los casos) encontrar límites extremos. Así nos lo muestra con digna licencia poética Alex de la Iglesia, quien nos regala una exquisita escena que, más allá de cualquier argumento de rigorismo histórico, nos muestra el estado de “solitud” (según una denominación de Hannah Arendt) o de ensimismamiento en que suelen sumirse los grandes filósofos al momento de concebir sus geniales ideas. Tales, Sócrates, Arquímedes, Kant, y una larga lista de etcéteras fueron ejemplo de ese éxtasis. La solitud, dice Arendt, se diferencia de la soledad, pues en esta última se siente carencia de la compañía de otros hombres; mientras que en la primera, hay una re-flexión sobre uno mismo, y cuya única manifestación es una evidente falta de atención al entorno exterior. En solitud, el hombre se extasía en sus cavilaciones, dialoga consigo mismo despreocupándose de su existencia (su mero ser o no ser) y “ec-siste” en sus pensamientos (utilizo ahora una categoría de Heidegger, para quien ec-sistir es salirse a la búsqueda de la verdad del ser). 
     En este caso es Ludwig Wittgenstein quien se encuntra en medio de la Primera Guerra Mundial, escribiendo en las trincheras su Tractatus Lógico-Philosóphicus, mientras el enemigo toma por las armas sus posiciones y él cae en sus manos. Wittgenstein terminaría su obra en un campo de prisioneros. 
 
 En esta otra seguidilla de fragmentos de video, el virtuoso director Roberto Rossellini recrea los últimos momentos en la vida de Sócrates. Allí aparecen Jantipa, la esposa de insufrible carácter, y Critón, el amigo que había urdido un plan para la fuga del maestro y que éste rechazara enérgicamente. Sócrates fue condenado a beber la cicuta, acusado injustamente de impiedad y de corromper a la juventud con sus enseñanzas, a las que, pese a todo, se mantuvo fiel hasta el final.

  

                                               

 Cabe aclarar que este hilo es una continuación a los comentarios de "La venganza de Tales", lugar al que remito para mayores precisiones. http://recopilacionesmasb.blogspot.com/2012/01/la-venganza-de-tales.html

lunes, 30 de enero de 2012

Diógenes, Platón y las lechugas


El legado filosófico de Platón es, a todas luces, innegable. Cualquiera suscribiría sin mayores reparos aquella conocida sentencia de que toda la filosofía occidental no es más que una seguidilla de “notas al pie” en la filosofía de Platón.
En este carismático ateniense se encarnaba el ideal de la paideia, ya que era un joven despabilado de armónica figura y acomodada familia. Sócrates le llamó “cisne”, por el grácil vuelo de su alma y el dulce canto de sus palabras; pero pervivió hasta nosotros el apodo de “Platón” con el que su maestro de gimnasia bautizara al joven Aristocles (que así se llamaba de verdad), por sus “anchos hombros”.
A la muerte de Sócrates, y con apenas veinte años, Platón comenzó a dirigir la Academia, lugar en el que se reunía a filosofar la flor y nata de la juventud griega; y en cuyo portal franqueaba el ingreso la siguiente frase “No entre aquí quien no sepa geometría”. En los días que corren, cualquier párvulo de primaria sabe algo de geometría, pero en ese entonces significaba una exigencia tan estricta que resultaba amedrentadora para la mayor parte del género humano.
Fuera de los límites de la Academia, pululaba Diógenes, llamado “el perro”, cuya vida era completamente otra, diferente en todo a la de Platón y sus eruditos académicos. Mientras Platón vestía delicadas túnicas y calzaba ornadas sandalias,  Diógenes andaba descalzo y llevaba, por única prenda, tanto en verano como en invierno, un sayo medio raído. Platón a diario asistía a opíparos banquetes en donde degustaba exóticos manjares y se complacía en aladas charlas con bellos efebos. Diógenes dormía en un tonel y cierta vez que fue a un banquete algunos le arrojaron huesos al piso tratándolo cual perro. Él, para no desilusionarlos, los orinó encima, tratándolos cual perro.
Al mismo tiempo que Diógenes, para demostrar su misantropía, deambulaba de día con un farol encendido, dando voces de que iba buscando “un hombre”, Platón se rodeaba de una selecta camarilla de discípulos y amigos, al punto tal que el mismísimo Dionisio, Tirano de Siracusa, lo había llamado a su lado para que lo aconsejase en asuntos de gobierno.
La simpleza de Diógenes contrastaba con la arrogancia de algunos académicos que se vanagloriaban de haber formulado una insuperable definición del hombre, que respondía con puntillosa precisión a las exigencias más exquisitas del saber teorético. El hombre es, decían sin disimular su orgullo, un “bípedo implume”. Diógenes, rápido para la elaboración de réplicas sarcásticas, desplumó una gallina y la arrojó por sobre los muros de la Academia gritando “Aquí tenéis al hombre de Platón”. Desde entonces, a la definición de hombre se le agregó: “y de uñas anchas”.
Mas, herido en su orgullo por el episodio de la gallina, Platón buscó la ocasión de burlarse, a su vez, de Diógenes. Así resuelto, lo encontró en una fuente emplazada en el cruce de concurridas calles, mientras lavaba unas lechugas, que era toda la ración que ese día tenía Diógenes para comer. Viendo allí su ansiada oportunidad, a viva voz, buscando avergonzar al viejo delante de los transeúntes, casi le gritó: “¡Diógenes, si tú sirvieras a Dionisio, de seguro no tendrías que lavar lechugas para comer!”. Impávido, Diógenes se le acercó a Platón y le susurró al oído: “Y si tú lavaras lechugas, Platón, de seguro no tendrías que servir a Dionisio para comer”.
  
  

viernes, 20 de enero de 2012

¡Justicia!, no piedad.


Caminaba Pitágoras por las callejuelas de Samos cuando escuchó llorar un perro. Corrió presuroso al lugar y al encontrar a un hombre apaleando al animal lo exhortó enérgico y suplicante “¡Detente, que en el llanto del perro reconozco la voz de un amigo!”
Hecho similar en Turín: Paseaba Nietzsche por una plaza, cuando vio a un cochero que castigaba con furia a su pobre caballo que, fatigado al extremo con la pesada carga que se lo obligaba a tirar, no atinaba a avanzar ni un paso más. Corrió presto el filósofo hacia el animal y se abrazó a su cuello llorando amargamente. Sin poder contener sus profusas lágrimas, Nietzsche, en nombre de la humanidad, le pedía perdón al corcel por los dislates de Descartes, quien había dicho de los animales que eran unas simples máquinas sin alma. Dicen que la policía tuvo que intervenir para separar al filósofo de ese abrazo fraterno al viejo animal; y que a partir de ese episodio el poeta se hundió en la más trágica locura, hasta el día de su muerte.
Mucho se discute sobre si esa fue la primera manifestación de demencia en Nietzsche o, como yo prefiero pensar, su último acto de cordura. Lo cierto es que Nietzsche, lector acérrimo de Arthr Schopenhauer, sin duda alguna recordó entonces las palabras de ese por quien sentía un afecto sin igual y una admiración sincera. Schopenhauer pugnaba en sus escritos, con ahínco y tesón constantes, por los derechos de los animales, y en el fragmento evocado denunciaba “la atroz perfidia con la que nuestros pueblos cristianos actúan con los animales, cómo los matan, mutilan o atormentan sin finalidad alguna y entre risas, e incluso a aquellos que son su sostén inmediato, sus caballos, cuando se hacen viejos los fatigan al extremo para explotar hasta el final la médula de sus pobres huesos, hasta que sucumben bajo sus latigazos. Verdaderamente, podríamos decir: los hombres son los demonios de la Tierra, y los animales, las almas atormentadas.”
Solía meditar Schopenhauer sobre la malicia del hombre, y con tristeza reflexionaba así: “Si no existieran los perros, no querría vivir en este mundo”. A renglón seguido se explayaba en páginas interminables describiendo los tormentos agónicos y las cruelísimas muertes que se inflige a los animales en aras de la ciencia, la diversión, el deporte, o el simple y repugnante placer de ver sufrir a esas criaturas. Ante tantos y tales ejemplos, concluía el filósofo que no es piedad, sino justicia lo que se debe a los animales. Pues la piedad es una virtud que no todos los hombres están dispuestos a ejercitar, mientras que la justicia se puede exigir, incluso si para ello es necesario el uso de la fuerza legal.
Sin embargo, todavía hoy muchos, en nombre de una Razón que nos distanciaría de los animales, se mofan de quienes propugnan por incluir a los animales en los alcances de la ética y el derecho. Estos, en su pomposa altivez, parecen ignorar la sentencia del pintoresco londinense Jeremy Bentham, quien sobre el tema supo decir: “La cuestión no es: ¿pueden razonar?, ni ¿pueden hablar? sino ¿pueden sufrir?”.
Un Schopenhauer de ya encanecidos cabellos, regañaba cariñosamente a su perro Atma por una travesura, diciéndole “Tú no eres un perro, eres un hombre, avergüénzate”. Estaba presente entonces el profesor Schnyder von Wartensee, quien se indignó por tan gratuito oprobio a la raza humana y le espetó al misántropo: “Señor, a alguien que trata de «hombre» a su perro cuando quiere insultarlo, a alguien así podrá decírsele, si queremos honrarlo: «¡Tú, perro!»”. Schopenhauer hizo una pausa para pensar un momento y luego, con una sonrisa en sus ojos, asintió orgulloso.