miércoles, 26 de febrero de 2014

Mysterium iniquitatis



¿Por qué existe el mal? O, mejor aún, ¿Si Dios existe, de dónde el mal? Esta es una cuestión que ha buscado solución en las mentes más lúcidas de la humanidad. A esta inquietud lacerante suele conocérsela como “La paradoja de Epicuro”, pues a este filósofo se la atribuyó verosímilmente la Antigüedad. Reza del siguiente modo:

1.- O Dios quiere evitar el mal y no puede (entonces no es omnipotente)

2.- O Dios puede pero no quiere (entonces no es bondadoso)

3.- O no quiere y no puede (entonces no es ni omnipotente ni bondadoso)

4.- O puede y quiere (pero sabemos que no es así ya que el mal existe).


 Se han ensayado variadas y disímiles respuestas. Las teodiceas, que etimológicamente significan “justificación de Dios”, son escritos que pretenden demostrar que no son contradictorias la existencia simultánea del mal y de un Dios omnipotente y omnibenevolente (muy muy bueno, digamos). Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y Leibniz se aventuraron por estos caminos y todos se perdieron en galimatías inextricables y fabulosos.

La carta de Pablo a los romanos enseña que es vano todo intento por escrutar los designios del Señor, pues estos son insondables ante los ojos de los hombres; y el Libro de Job sentencia que Dios no necesita justificarse ante los hombres, pues su infinito poder lo exime de esbozar alegatos ante un juez tan enclenque, desdeñable y exiguo como el Hombre. Pero aún así, ante la muerte inopinada, ante la injusticia del poderoso, ante la enfermedad sañuda, ante la esquiva mirada del ser amado que nos rechaza, en fin, ante el mal, los ecos de la herética pregunta resuenan estentóreos.


Hume arriesgó la hipótesis de que este mundo es en realidad la hechura de un dios subalterno, de un dios casi niño, que avergonzado por las burlas de los dioses mayores ante la deficiencia de su obra, la dejó inconclusa y maltrecha.

La respuesta en la que más quiero creer es la que dio Nietzsche: “Únicamente como fenómeno estético puede justificarse la existencia del mundo”. Él postula la existencia de un Dios que, acuciado por la sobreplenitud de su ser y atormentado en razón de sus infinitos y profusos atributos, se disgrega en la multiplicidad de las cosas existentes. Es un dios-artista que crea mundos para desembrazarse del sufrimiento que le provocan las antítesis en él acumuladas. 

Como había dicho antes Mainländer, es un dios que por el hastío que le provoca su propia perfección decide suicidarse. Ese dios-artista crea el universo y los mundos, y las plantas y los animales y las personas, que no son otra cosa que una obra de arte compuesta por fragmentos divinos destinados a perecer en el lento suicidio del dios originario. 



Y dijo Yahvé: “¿Quién es ese que oscurece mis designios y habla de lo no sabe? ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Invalidarás tú también mi juicio? ¿Es sabiduría contender con el Omnipotente? ¿Serás tú quien firmará mi sentencia y me condenarás para afirmar tus derechos?”