jueves, 29 de marzo de 2012

Damnatio memoriae


          De labios de mi madre creo haber escuchado cuando niño unos versos, mientras caminábamos en un invierno plomizo entre la Plaza Libertad y “Casa Rosa”; y desde entonces encendieron en mí una acongojante inquietud misteriosa. Los versos formaban parte de un poema llamado Un pensamiento en tres estrofas, y decían así:

“La vida no es la vida que vivimos.
La vida es el honor y es el recuerdo.
Por eso hay muertos que en el mundo viven
y hombres que viven en el mundo muertos.”

Desde entonces me he preguntado si en verdad la vida no es ésta en que vivimos, sino “el honor y el recuerdo”; y siempre me pareció tarea imposible negar esa apreciación. Creo que se vive día a día, de a poquito; de la misma manera en que se muere, día a día, de a poquito. Cada acto nuestro lleva inscripto en sí una parte de nuestra decisión de vivir o morir. A veces se muere uno para vivir, y otras veces elige uno vivir, pero en ese instante muere para siempre.
La vida que importa no es la biológica, la de respirar, la de comer; la que importa es la vida que se prepara para el futuro, la que se construye con lo que hacemos y con lo que pensamos. Y así, si dejamos de existir, podemos seguir viviendo (muchas veces ahí se comienza a vivir realmente). Dependemos de los otros para vivir, si ellos nos recuerdan, entonces vivimos. Si hay aprecio, si hay amor, si hay orgullo, habrá memoria, habrá nostalgia, habrá alegría; y en ese amor, en ese orgullo, en esa nostalgia y en esa alegría, uno sigue vivo. Junto a mi recuerdo viviré yo.
¿Qué es vivir? ¿Qué es morir? No lo sé. Pero sí sé que cuando el mundo olvide que alguna vez existí, mi nombre, mi recuerdo, mis pasos, yo, todo, desaparecerá para siempre. Moriré. Cuando nadie pueda decir que estoy muerto, entonces lo estaré.
            El universo y la vida se agotan, mientras yo me preocupo, pienso, quiero desear, quiero hacer, y me quedo callado. No me atrevo a moverme, no me atrevo a decir qué tanto la amo. Siento la nada en mi alma, el hueco en mi cama, y la voz que se calla.
Soy lo que dicen, soy lo que creen, soy quien era y he dejado de ser. Soy la memoria de quien me ama, un recuerdo, un enigma, la marcha inexorable del tiempo, mis ojos tienen luz que no se apaga. El fuego es eterno mientras dura la llama que danza en la noche anunciando el alba; luego el sol se levanta y muestra entonces la desolación de mi alma.
¿Quién creerá en mis palabras? Delirios de noches, visiones enmarañadas. Sueño cumplido, vida cerrada, un abrazo en la plaza, una caricia justo a tiempo, una palabra, un rezo, una tierna mirada, una sonrisa, un te quiero, una tumba tapiada, canciones de a dos, besos que matan, manos unidas, y otra vez la desesperanza.
¿Quién sabe qué recuerdos, qué palabras, qué rostros, qué nombres estarán conmigo cuando me vaya? Muy adentro soy otro, sigo siendo ese otro, el de antes, el que te ama, el que busca, el que no entiende, el que las estrellas señalan.
¿Quién puede decir qué es lo que existe?, ¿quién ha vivido el mañana?, ¿quién se acordará de la tristeza de mis ojos en los días nublados?, ¿quién deseará refugiarse en mi pecho de mis brazos rodeada?, ¿quién creerá en mis sueños?, ¿quién se despertará en las noches con su mirada en mi cara?, ¿quién llevará a su lecho de muerte mi nombre, enamorada?



lunes, 19 de marzo de 2012

Meditatio mortis III



“Dicen que aquel que bebe, por siempre se condena.
Si es cierto que al que gusta del placer y del vino
condenan al Infierno, has de encontrar un día
el Edén liso como la palma de la mano.”
                                               (Omar Kheyyam)                              

         Si el infierno es similar para todas las culturas (lugar de sufrimientos más o menos mitigados o cruentos), de su contraparte no puede decirse lo mismo, ya que hay tantos Paraísos como creyentes sobre el mundo.
El Valhalla de los nórdicos es el lugar al que son conducidos los guerreros caídos en batalla, guiados por las hermosas Walkirias de rojizos cabellos. Allí son bien recibidos por un dios poeta, y se entretienen en festines en los que jamás escasean el hidromiel, los jabalíes asados y las frutas exóticas. Antes y después, los valientes aliados de Odín se la pasan guerreando entre sí, preparándose de ese modo para el Ragnarok.
En los Campos Elíseos los héroes y sabios griegos disfrutan dichosos de largas caminatas por verdes prados salpicados de coloridas flores. Allí charlan amenamente sobre el decurso de los asuntos humanos, entre árboles frutales y ríos de miel y leche. Tampoco faltan los ricos banquetes en el cielo musulmán, en el que setenta y cinco huríes de bellos ojos aguardan a cada uno de los muertos muslimes, para regalarles eternidades de sensuales disfrutes (Bendito sea Allah en su grandeza, y que la gracia sea con el Profeta Muhammad). 
En el cristianismo, luego de rechazar la teoría de la apocatástasis propuesta por Orígenes, los santos padres de la Iglesia discutieron frenéticamente intentando develar la siguiente pregunta: "¿En qué consiste el Paraíso?" Tras siglos de debates meticulosos, y entrada ya la era tomista, los popes del cristianismo lograron acordar que el Cielo debía consistir en el mayor bien imaginable. Difícil es explicar en pocas líneas porqué, pero les pareció a éstos que el súmmum bonum sólo podría lograrse en la eterna contemplación de Dios, hecho al que denominaron “visión beatífica”.
El Cielo cristiano, más que un lugar, es la plenitud  de comunión con Dios en un estado supremo y definitivo de dicha; pero en el que no habrá, según lo dice el catecismo, ni grandes y eternos festines, ni charlas amenas, ni huríes de grandes ojos, ni reencuentros con amigos o parientes. (Podría uno preguntarse entonces, sin ofender al catecismo, cómo podrá cumplir Jesús la promesa que recuerda Lucas en su evangelio allá por el capítulo 22, versículo 30, sin contradecir a tanto Concilio).
El presbítero Antonio Orozco Delclós en su escrito ¿Cómo será la eternidad? afirma que “A gentes poco ilustradas se les puede antojar algo monótono pasar la eternidad contemplando –simplemente contemplando– a Dios”. Y la verdad que, visto así, me declaró gente poco ilustrada, y reconozco que me sería monótono pasar la eternidad simplemente contemplando algo, lo que fuera que sea. Monseñor Alonso del Portillo resulta aún más lapidario cuando sostiene que “Cuando demos el gran salto, Dios nos esperará para darnos un abrazo bien fuerte, para que contemplemos su rostro para siempre, para siempre, para siempre”. Como si un solo “para siempre” no bastara para torturar al intelecto.
Lo dicho al comienzo se sostiene, hay tantos cielos como gentes; y si me es dado elegir alguno, me plegaría sin el menor atisbo de duda alguna a lo que cantan los siguientes versos del poeta amigo que nos viene acompañando, pues no cabe cielo mejor que me satisfaga más:

            “Unas gotas de vino del color del rubí,
             un pedazo de pan, un buen libro de versos
             y tú, en un solitario lugar, son más valiosos
             para mí que todos los reinos de los sultanes”

jueves, 15 de marzo de 2012

Meditatio mortis II


“Cielo, infierno, esperanzas, temores. ¡Bah! Que traigan
de beber. Una cosa es cierta: que la vida
va pasando, y el resto vaciedad tan solo es.
La flor marchita nunca renacerá de nuevo”.
(Omar Kheyyam)                              

            En el Canon de la Crítica de la Razón Pura Kant se plantea tres preguntas programáticas “¿Qué puedo conocer?, ¿Qué debo hacer?, y ¿Qué me cabe esperar?”, señalando que la más importante de todas es esta última, referida a lo que podemos, sin caer en contradicciones con la propia razón humana, esperar encontrarnos después de la muerte.
            Su respuesta se condice palmo a palmo con la de cualquier pietista del siglo XVIII. El filósofo de Köenisberg apuesta por un más allá que nos ha de deparar una justa recompensa por nuestros actos morales, o un inevitable castigo en caso contrario. El Cielo y el Infierno se presentan, una vez más, como los lugares más probables para la vida después de la muerte.
            El Cielo, en los mitos hebraicos, no se diferenciaba demasiado del Infierno, sino que más bien se confundían estos dos en un espacio en común llamado Sheol. Allí moraban las almas tanto de los muertos justos como las de los impíos, en un cierto estado catatónico o de semiinconsciencia perpetua. Hubo que esperar hasta la muerte del Cristo para que estas almas fuesen liberadas y repartidas entre el Edén y las sombras eternas del reino de la perdición. Recién entonces este último lugar recibe el nombre de Gehena, y se inviste con todos los ígneos atributos del sulfuroso Infierno cristiano.
            Para los griegos, el Hades era una región de ultratumba, cuyas umbrosas geografías (la Laguna Estigia, los ríos Leteo,  Cocito, Flegetonte, los Campos Elíseos, los Prados de Asfódelos, el Érebo, etc.), como así también su fantástica fauna  (vg., el can Cerbero o las arpías), sus lúgubres habitantes (Caronte, Éaco, Radamanto, Tisífone, Perséfone, o el mismísimo Hades), y las milenarias e inquebrantables costumbres que allí se verifican, fueron hartamente descriptas por miríada de escritores y poetas.
            El Infierno cristiano se encuentra pintado hasta en sus más nimios detalles por el pincel literario del Dante, constituyendo dicho cuadro los treinta y seis cantos más memorables de su Divina Comedia.  
            Aprisionados en círculos que de forma concéntrica se hunden en las profundidades abismales de la tierra, yacen en una eternidad de tormentos espeluznantes los condenados al Averno. En el primero de los círculos Dante se encuentra con una multitud de gentiles y de niños recién nacidos, muertos de manera inconsulta antes de recibir el salvífico sacramento del bautismo. Es que el Concilio de Lyon y también el de Florencia, en análogas sentencias, acuñaron una idea curiosa sobre la imposibilidad de que sean salvos aquellos que no fueran bautizados (“Extra ecclesiam nulla salus”, rezaría un católico lema un tiempo después). Lo singularmente extraño es que ninguno de los excelentísimos y doctos miembros de la Iglesia reparara en el poco caso que se hacía con esas posturas al pedido de Jesús el carpintero, quien apenas unos años antes había suplicdo que dejasen a los niños que vayan hacia él. (Cabría mencionar aquí, y para mayor tranquilidad del lector, que Agustín intentó matizar un poco la cuestión de los no bautizados, concediendo, al menos, la garantía de que las llamas que han de atormentar a estos críos debían ser, seguramente, “mitigadísimas”)
            Franqueando las puertas del Tártaro encuentra Dante la más terrible y desoladora de todas las frases “Abandonad aquí toda esperanza”; y un poco más allá, en virtud de la gravedad de sus pecados, los réprobos se arremolinan en círculos cada vez más profundos y siniestros, hasta llegar a la morada misma de Lucifer. Allí, en el corazón recóndito del Infierno, Satanás se entretiene castigando a la raza más vil de los condenados, es decir, a los traidores, estirpe maldita de hombres, émulos impíos de Judas el Iscariote.

     
Una vez encontré en la taberna a un sabio
venerable. «¿Qué puedes –le pregunté- decirme
de aquellos que se fueron?» «Bebe –dijo solícito-
porque muchos marcharon, pero ninguno ha vuelto»
(Omar Kheyyam)                              

martes, 13 de marzo de 2012

Meditatio Mortis I


            Desde su concepción, la filosofía fue considerada como una preparación para la muerte. Según Platón, el cuerpo es la cárcel del alma, y la filosofía es el camino mediante el cual ésta se libera de aquel. La filosofía fue el consuelo de Sócrates al beber la cicuta, y consolación para Boecio en sus últimas horas. Aunque hubo algunos otros que le negaron absoluta importancia, como tal fue el caso de Epicuro. Decía este filósofo de Samos que no hay que hacer caso de la muerte, pues cuando nosotros existimos, ella no es (no está, no existe); y cuando ella viene, nosotros ya no somos (no existimos). La muerte, como hecho, nos es extraña, asentirán los existencialistas; pero como posibilidad, determina toda nuestra existencia, agregarán luego. Y es que la muerte fue, a no dudarlo, el tópico predilecto de los existencialistas.
            Desde Kierkegaard a Sartre, la meditación sobre la muerte atraviesa con gravedad los ensayos, las novelas y los cuentos, tanto de Jaspers, Heidegger, Unamuno, Marcel, Berdiaeff o incluso Tolstoi, quien sobre la cuestión escribió, para mi gusto, una de las más grandes obras sobre el tema. Me refiero a La muerte de Iván Ilich. En esas páginas majestuosas asistimos a la descarnada experiencia de la muerte, relatada, en sus pasajes más crudos, en primera persona. Compartimos allí el trance mediante el cual Iván Ilich toma plena conciencia de que él es, sin más, “un ser para la muerte” (al decir de Heidegger), y que la vida no es más que un efímero y absurdo tránsito entre dos eternidades de nada.
            Si hemos de considerar a la filosofía de Kierkegaard como la génesis del existencialismo, no olvidemos que ella abrevó de las aguas schopenhauerianas, en cuyo sistema la cuestión de la muerte descuella por su insondable peso. Decía el filósofo de Danzig (amigo ya de este blog) que después de morir seremos lo mismo que fuimos antes de nacer, es decir, nada.
            Hacerse conscientes del “singular acaso” de nuestra existencia (ahora cito a Scheller), del hecho de que somos pero bien pudimos no haber sido; y de que el breve decurso de nuestra vida (tan insignificante como una chispa que dibuja su forma caprichosa en el telón nocturno, en un instante fugaz y azaroso) nos conduce inexorablemente hacia el abismo de la nada ineluctable y eterna, provoca en el hombre un sentimiento de angustia y de náusea, que en ese mismo instante lo coloca en posesión absoluta de su auténtico existir.
            Para escapar al peso de la señalada angustia, el hombre se inventó dioses y paraísos, relatos y fábulas, tal como lo afirma el gigante español don Miguel de Unamuno, al concluir que es la angustia existencial y no la necesidad racional la que nos lleva a creer en Dios.

(El título de esta entrada se lo debo a los manes de un caro profesor con ínfulas de poeta a quien, a modo de reciprocidad, obsequio los versos de Omar Kheyyam que clausuran esta primer entrega)

“Cuando a los pies me vea de la muerte, y se corte
el hilo de mi vida, con mis cenizas quiero
que se fabrique un jarro. Quién sabe si al llenarlo
de vino hasta los bordes renaceré a la vida.”

jueves, 8 de marzo de 2012

Sin pretensión de cursilería


La mujer, muchas veces despreciada, históricamente tratada como un ser inferior dentro del género humano, considerada un eslabón intermedio entre el niño y el hombre; y muchas otras veces ensalzada a la categoría de diosas y musas es, en realidad, un ser infinitamente misterioso, heterogéneo y complejo. Las hay viles, que infectan con su ponzoña la tierra por donde se arrastran. Las hay intrascendentes, que solo ocupan un lugar en el espacio. Y las hay inmaculadas, cuya fuerza sideral mueve al universo. A estas últimas, seres maravillosos que nos acercan a la trascendencia divina, dedico estas palabras.
La belleza de una mujer es un don de incalculable valor, infinita virtud capaz de impulsar todo tipo de empresas. Y no es bella la delgada o la robusta, la rubia o la morena, la alta o la bajita, la joven o madura; no hay una característica en particular que haga bella a una mujer. Pero existen mujeres que son bellas por naturaleza, que se roban nuestra atención, que nos obligan a seguirlas con la mirada hasta que se pierden de vista, y aún nos dejan observando al horizonte en el punto exacto en el que desaparecieron ellas.
Hay también mujeres que purifican el aire a su paso, dotándolo además de una exquisita fragancia. Mujeres que en cualquier situación permanecen hermosas e inalterables; ya sea vestidas o desnudas, dormidas o despiertas, maquilladas y peinadas o no.
Hay mujeres que mueven las fibras más íntimas de nuestro ser, que marcan a fuego su nombre en el interior de nuestro corazón; capaces de hacernos sentir plenamente el amor en ese instante fugaz en que el azar cruza sus miradas con la nuestra, haciendo vibrar nuestra alma en un son armónico con la música cósmica.
Hay mujeres que mueven ejércitos a su rescate, que ponen imperios a sus pies, que con su dulzura y bondad se elevan por encima de la humanidad.
Hay mujeres que en esta vida en la que todo parece sueño y nada parece cierto, son un oasis de verdad.
Hay mujeres que nos hacen pensar que nada hay más bello que el cuerpo desnudo de una mujer, y digo desnudo aún que provisto de ropas; pues estas se hicieron no para tapar la hermosura de su cuerpo, sino para hacerla más creíble, menos etérea.
Hay mujeres que todo lo pueden y que por ellas todo lo podemos; aceleran nuestros corazones, agitan nuestra sangre, apuran nuestra respiración; en fin, dan movimiento a la vida y por ellas sentimos que estamos vivos más allá del monótono fluir del tiempo.
Hay mujeres que inspiran a los poetas las glosas más sublimes, haciendo que sus ojos se bañen de lágrimas y sus manos tiemblen de emoción al deslizar la pluma sobre el papel.
Hay mujeres que nos recuerdan al Paraíso, graciosa manzana que nos hace evocar un lugar mejor, y que son la imagen de lo que los hombres hubiéramos debido ser.
Hay mujeres ante las cuales las mareas de los océanos detienen su ímpetu, ante las cuales los soldados deponen sus armas, los vientos se calman y las noches se aclaran; son el símbolo del sosiego y la quietud que frena la violencia y la barbarie.
Si no existiesen los ojos de las mujeres, ningún hombre hubiese mirado jamás las estrellas para encontrarlas a ellas en el brillo fulguroso de los cuerpos celestes.
Si no existiese su boca, ningún hombre habría probado la miel para complacerse en el recuerdo de su sabor.
Si no existiesen sus largos cabellos, ningún hombre hubiese surcado los mares acariciando las ondas del negro piélago.
Si sus manos nunca nos hubiesen acariciado, el fuego jamás se habría encendido en los hogares.
¿Para qué las flores? ¿Para qué las aves? ¿Para qué los amaneceres? ¿Para qué la luna y los soles infinitos de infinitos universos? Si no para ellas, nacidas del vuelo grácil de alegres mariposas, sostén de nuestras vidas, compañeras de aventuras, sueños de un artista loco y colosal. Mujeres…

viernes, 2 de marzo de 2012

"La vida es sueño"


El verso del título es de Calderón, pero la idea en sí ya se había gestado en el comienzo de los tiempos en el lejano oriente. En los Upanishads leemos que el sueño es un estado fronterizo entre la vida y la muerte por donde el alma suele vagar. Heráclito había observado que quienes duermen se enfrían un poco, y quienes mueren se enfrían del todo, por lo que estos dos acontecimientos debían estar conectados de alguna forma; y de ahí que en los mitos griegos Hypnos (dios del sueño) y Thánatos (dios de la muerte) fueran concebidos como hermanos gemelos.
Homero reconocía dos clases de sueños, a saber: unos que salen de unas puertas de cuerno, y otros que salen por unas puertas de marfil. Los primeros son proféticos y anuncian, a quienes los sueñan, hechos que sucederán en su futuro próximo. Los últimos son simples imágenes oníricas carentes de mensajes cifrados. Distinguir entre un tipo de sueños y otro era todo un arte entre los antiguos, quienes, como en el caso de los oniromantes Artemidoro de Daldis o José, hijo de Jacob, dedicaban su vida entera a ello.
Es creencia de muchos, sobre todo en oriente, que durante la etapa onírica del sueño el alma realiza algo así como un viaje, durante el cual, sin embargo, el alma no se independiza del todo de su cuerpo, sino que queda atada a él mediante un cordón de oro o plata según las opiniones diversas. Si durante el sueño ese cordón se cortara, el alma del soñador no podría regresar a su cuerpo y este moriría sin remedio. Algunas veces el cuerpo despierta, dicen estos mismos, antes que el alma haya emprendido o finalizado del todo su regreso, y entonces el soñador está despierto pero incapacitado para moverse hasta que su ánima le vuelve al cuerpo y le imprime el natural movimiento.
En sueños, como ya lo sabemos por la cantidad ingente de historias que así lo atestiguan, (ya sea por la cercanía con la muerte o por la liberación del alma que entonces opera) los hombres se comunican con sus dioses. Así le sucedió a José (el padre putativo de Cristo) antes de la matanza de los inocentes; o a Eneas, cuando los manes de Troya le aconsejaron partir hacia la tierra de los latinos para fundar Roma; o como Huitzilopochtli se les apareció a los mexicas en el cerro Chapultepec para que fundaran Tenochtitlán unos pasos más adelante.
Pero también el Diablo hace de las suyas en los sueños, ya sea inspirando geniales piezas de violín, como en el caso de José Tartini; o amedrentando al pobre padre Pío de Pietrelcina; o bien anoticiando a los tres jóvenes del asesinato de su hermana a manos del eremita Barsisa. Es que la vida es sueño, sí, pero a veces es también pesadilla.
“La vida es sueño, morir es despertarse” sentenciaba el hispanófilo Schopenhauer, quien dedicó gran parte de sus pensamientos a desentrañar los insondables misterios de Morfeo. Decía el filósofo que en los sueños satisfacemos los deseos que en el estado de vigilia se nos ven negados; genial intuición, esta de Schopenhauer, que luego sería desarrollada por Freud, aunque de modo demasiado prosaico en comparación con las idílicas líneas del filósofo de Danzig. Lo que sucede es que todo intento científico por adentrarse en las geografías del ensueño es un invasivo agravio a tantos poetas que dedicaron sus mejores horas a cantar sus rimas a los sueños. A modo de repudio contra esos funestos embates de la razón científica, y para conjurar cualquier vinculación psicoanalítica que pudiera vislumbrarse en este escrito, citaremos unos versos loables del poeta persa Omar Khayyam:

“No busques la felicidad: la vida es breve como un suspiro.
Convertidos en polvo, flotan, en el molino que contemplas, Jamshyd y Kaikobad. 
El universo es un espejismo; la vida, un sueño.”

(Cabría preguntarse siguiendo tu escuela, afectísimo Omar, si la vida es sueño, ¿a los que soñamos quién nos sueña? ¿Y quién, a su vez, a ese sueña?)