viernes, 26 de diciembre de 2014

Nemesis




El nombre de esta entrada corresponde al término filosófico con que Aristóteles identificaba a una de las virtudes morales. Se trata de la “justa indignación”, es decir, “el dolor que se experimenta al ver la fortuna de alguno que no la merece”; y de igual manera, el dolor que sentimos en nuestro corazón frente al que sufre una desgracia inmerecida. La justa indignación está alejada de la envidia, que es el desconsuelo ante la felicidad ajena; y a igual distancia se encuentra alejada de la alegría malévola, que se complace en los males del otro.

            Podría pensarse que esta virtud es la que inspiró a una de las revoluciones más afamada de los últimos tiempos, y que aún es el espíritu que anima a esa “Revolución” por antonomasia: la del proletariado contra los burgueses. El Manifiesto Comunista, esa proclama tan lúcida, es un canto a la justa indignación frente a los sufrimientos inmerecidos que, como diarias bofetadas, injurian a hombres, mujeres y niños de las clases oprimidas; pero también es un grito de protesta frente al injusto goce desvergonzado de unos pocos acomodados.

      Cuando Marx propuso la abolición de la propiedad privada, los burgueses temieron que se instaure al mismo tiempo la comunidad de las mujeres. Algo más tarde Freud explicaría el por qué: Si desaparece el derecho a la propiedad privada, “aún subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales”; y estos privilegios devendrían a la postre en fuente “de la más violenta hostilidad entre los seres humanos.”

       Dicho esto de un modo general, pasa por una abstracción que no nos conmueve demasiado; pero Horkheimer nos ofrece la posibilidad de ponernos en el pellejo de Leonhard Steirer, un joven obrero que acaba de sorprender a la hermosa Johanna en los brazos de un rival. El contendiente no es otro que el hijo del dueño de la fábrica en la que Leonhard consume su vida. En un arrebato exigido por la virtud, Leonhard asesina a su contrincante y rapta a Johanna mientras razona del siguiente modo: “Si hombres como él pueden ser buenos, hombres cuyos placeres y cultura, cuyos días se han comprado con tanta infelicidad de otros, entonces mi acción no puede ser mala.” Y luego apremia a la joven con estas palabras dolientes: “Johanna, si no eres inhumanamente cruel ¡tienes que pertenecerme a mí como le perteneciste a él!”   

           

Los melanesisos tenían por cierto que “Los ojos constituyen el asiento del deseo sexual y de la lujuria”, según nos lo había prevenido ya Malinowski; deseo que, como lo muestra el caso de Leonhard Steirer, no siempre puede ser satisfecho, y acaba empujando a la justa indignación hasta sus más recónditos y umbríos límites. Como epílogo, resuenan para nosotros las palabras de Marcuse, que con atinada sensatez enseñan: “La belleza es, en verdad, impúdica: muestra aquello que no puede ser mostrado públicamente, y que a la mayoría le está negado.”


"En el mundo nunca ninguna indignación 
es justa. Desear de tal manera que, si la 
satisfacción es negada, uno se sienta dolorido, es 
aún un pecado, una cólera oculta contra Dios"
(Leibniz)