sábado, 18 de febrero de 2012

Archifémina


Si nos guiamos por los relatos del Génesis y del libro de Isaías, es imperioso aceptar que la primera mujer creada por Dios no fue Eva, sino Lilith. A diferencia de la reputada madre del género humano, Lilith no fue sacada del costado de Adán, sino que fue moldeada directamente por las manos de Dios. Parece ser que hubo en el Edén una desavenencia conyugal entre la primera pareja, y Lilith, no queriendo someterse a los caprichos de Adán, prefirió abandonar la paradisíaca residencia marital y hacer vida de soltera en rancho aparte, junto a las orillas del Mar Rojo.
Desconcertado por el repentino abandono de su esposa, Adán suplicó ayuda al Creador, y Éste envió sus ángeles para ordenarle a Lilith que regrese junto a su esposo. La audiencia de reconciliación fracasó, puesto que la indómita dama prefirió conservar su transgresora independencia, y la comitiva divina tuvo que volverse con las manos vacías. Adán clamó por una nueva esposa y Dios se la concedió, cuidando esta vez de crearla sumisa y obediente, sacándola para ello de la costilla del hombre (aunque como ya sabemos, la Serpiente del Mal se encargaría luego de demostrar que también la curiosa Eva era capaz de provocar, más por ingenua que por perversa, grandes dolores de cabeza a su compañero y a su Hacedor).
Dios castigó las ínfulas emancipatorias de Lilith haciendo que sus hijos muriesen, a razón de cien por día. Deseosa de prole, la impetuosa y libertaria mujer comenzó a aparearse con cuanto hombre o demonio se le cruzase en el camino, valiéndose para ello de su fascinante belleza y de su ardiente pasión. La pelirroja seductora yació en primera instancia con Asmodeo, el demonio que rige las bridas de la pasión carnal y la lujuria, pero ni siquiera él pudo aquietar la furibunda pasión exuberante de Lilith (o al menos así lo refiere la tradición talmúdica).
El nombre Lilith, en hebreo, significa “la nocturna”, y las enseñanzas de la Qabbaláh (con una mal disimulada impronta machista, para el gusto de algunos) justificaban el sentido de este epíteto pintando a dicha fémina como una siniestra diablesa que mantiene relaciones sexuales con los hombres, aprovechándose de la indefensión de los mortales durante el sueño. Lilith se transformó entonces en la reina de los súbcubos, siendo la lechuza su animal emblemático, debido a sus hábitos nocturnos. 
Tengan cuidado, entonces, quienes se aprestan al reparador sueño, pues las andanzas de esta esposa disidente continúan hasta el día de hoy. Cada noche, un número prodigioso de adormilados desprevenidos reciben la azarosa visita de Lilith, quien les infunde en sus pechos deseos prohibidos, para luego saciarlos sin recato alguno en el oscuro reino de las quiméricas ensoñaciones.  






lunes, 6 de febrero de 2012

Las flechas del tiempo


La Naturaleza parece acomodarse bien a una concepción cíclica del tiempo. Al trajinado día le sucede la serena noche, y a esta, de nuevo el día. Luego del cansino otoño sobreviene el frío invierno, y después la fecunda primavera nace para dar paso al cálido verano, y así de nuevo cada año. Las fases de la luna se presentan en ciclos (llena, menguante, nueva, creciente y vuelta a empezar), así como las mareas de los océanos, la floración de los campos y la fertilidad de las mujeres. La vida de todo ser vivo es un círculo perpetuo en que cada individuo nace, crece, se reproduce y muere, para dar lugar a otros nuevos que inexorablemente cumplirán con el mismo ciclo vital.
La idea de un tiempo cíclico parecía la más natural, la más adecuada, y fue esta percepción la que primó durante millones de años, desde que esas regularidades señaladas (y otras no tan evidentes) le fueron familiares al hombre.
Era lógico entonces que esta visión tan arraigada en lo más profundo de la mente humana chocara violentamente con una idea totalmente disímil sobre el tiempo. Esto aconteció cuando confluyeron en un punto geográfico las tradiciones indoeuropea y judeocristiana. En la primera se había forjado la filosofía como vía regia para conducirse hacia el saber. En la segunda, estaba naciendo el cuerpo doctrinario de una religión basada en la Revelación hecha por un Dios a su pueblo, mediante la cual transmitía determinadas verdades que revestían un carácter incuestionable.
Algunas de esas verdades, difíciles de aceptar por el agudo razonamiento de los filósofos versaban, entre otras cosas, sobre la existencia de un Dios Trino, sobre la creación desde la nada, sobre la humanidad y divinidad simultáneas de una persona, y también sobre el principio y el final de los tiempos (El tiempo, para los judeocristianos, podía ser representado por un segmento de recta que posee principio –el Génesis- y final –el Apocalipsis-).
“¿Qué hacía Dios antes de crear el tiempo?” se preguntaban (no sin cierta picardía) algunos gentiles, “Preparaba un castigo para los que hacen esa pregunta” respondían (no sin cierta impaciencia) algunos cristianos . Pero hubo alguien que se tomó en serio el asunto. Aurelio Agustín, era un converso al cristianismo que en su disipada juventud había militado en el maniqueísmo, y conocía a la perfección la filosofía grecolatina. San Agustín meditaba más o menos así: El pasado no es, pues ya ha dejado de ser, no existe. El futuro tampoco es, pues todavía no advino, tampoco existe. El presente es una línea imaginaria entre el pasado, que ya no existe, y el futuro, que todavía no existe; el presente es un fantasma de fantasmas. Y si el hombre viviera solamente en el presente, este dejaría de ser tiempo y se convertiría en inmóvil eternidad; para ser tiempo y no eternidad, es necesario que el presente transcurra instantáneamente desde el “todavía no” al “ya no”.
Abrumado, Agustín de Tagaste concluía lo que cualquiera en su sano juicio se ve obligado a repetir: "¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé."



sábado, 4 de febrero de 2012

Primum vivere deinde philosophari



    La frase del título se la suele atribuir a Hobbes, aunque hay otras similares y de idéntico sentido, de mucha más edad. “¡Primero vivir y después filosofar!” es el punzante argumento con el que se suele apremiar a los que se dedican a la vida contemplativa. Es que la vida se parece –según el parangón de Pitágoras- a los juegos que se desarrollan en un estadio (hoy podríamos decir, aggiornando y empobreciendo bastante la comparación, que se parece a un partido de fútbol): algunos acuden a ella a competir, a jugar, (son los que se afanan en la labor y el trabajo); otros a comerciar (los que buscan, ante todo, ganancias económicas); y los que van simplemente en calidad de espectadores (los filósofos). El principal (si no el único) interés del filósofo sería entonces contemplar la vida cual si fuese una pieza teatral que se representa delante de él, y cuyo sentido intenta descifrar.
Esta actitud o modo existencial, suele a veces (nunca en todos los casos) encontrar límites extremos. Así nos lo muestra con digna licencia poética Alex de la Iglesia, quien nos regala una exquisita escena que, más allá de cualquier argumento de rigorismo histórico, nos muestra el estado de “solitud” (según una denominación de Hannah Arendt) o de ensimismamiento en que suelen sumirse los grandes filósofos al momento de concebir sus geniales ideas. Tales, Sócrates, Arquímedes, Kant, y una larga lista de etcéteras fueron ejemplo de ese éxtasis. La solitud, dice Arendt, se diferencia de la soledad, pues en esta última se siente carencia de la compañía de otros hombres; mientras que en la primera, hay una re-flexión sobre uno mismo, y cuya única manifestación es una evidente falta de atención al entorno exterior. En solitud, el hombre se extasía en sus cavilaciones, dialoga consigo mismo despreocupándose de su existencia (su mero ser o no ser) y “ec-siste” en sus pensamientos (utilizo ahora una categoría de Heidegger, para quien ec-sistir es salirse a la búsqueda de la verdad del ser). 
     En este caso es Ludwig Wittgenstein quien se encuntra en medio de la Primera Guerra Mundial, escribiendo en las trincheras su Tractatus Lógico-Philosóphicus, mientras el enemigo toma por las armas sus posiciones y él cae en sus manos. Wittgenstein terminaría su obra en un campo de prisioneros. 
 
 En esta otra seguidilla de fragmentos de video, el virtuoso director Roberto Rossellini recrea los últimos momentos en la vida de Sócrates. Allí aparecen Jantipa, la esposa de insufrible carácter, y Critón, el amigo que había urdido un plan para la fuga del maestro y que éste rechazara enérgicamente. Sócrates fue condenado a beber la cicuta, acusado injustamente de impiedad y de corromper a la juventud con sus enseñanzas, a las que, pese a todo, se mantuvo fiel hasta el final.

  

                                               

 Cabe aclarar que este hilo es una continuación a los comentarios de "La venganza de Tales", lugar al que remito para mayores precisiones. http://recopilacionesmasb.blogspot.com/2012/01/la-venganza-de-tales.html