“Mirad cómo lloran los dioses,
lloran las diosas todas,
porque lo bello pasa,
porque lo perfecto muere.”
Schiller
Jerjes I, hijo de Darío, Rey de las
Naciones, había logrado sofocar las revueltas y alzamientos de las ciudades
jónicas, y desde allí planeaba una incursión hacia la insurgente Atenas. Las
crónicas de la época relatan que habiendo Jerjes llegado a la ciudad de Abidos,
su curiosidad, o quizás fuera su vanidad, le hizo desear contemplar a todo su
ejército reunido en formación de batalla. Un millón setecientos mil hombres,
contados con astuto y riguroso procedimiento, se aprestaron a la revista
militar más tumultuosa de la historia. Las naves de la armada persa cubrían
todo el Helesponto, y los hombres del ejército que marchaba por tierra se
diseminaban por kilómetros de playas. Desde un trono de blanco mármol
construido al efecto, Jerjes observaba todo desde la cima de un cerro cercano.
Extasiada en la inmensidad casi infinita de su
poderío, el alma de Jerjes se embriagó de vanagloria y arrogancia; pero estas
pasiones rápidamente fueron desalojadas y el abatimiento y el desánimo se
adueñaron del corazón del “Gobernador de Héroes”. Estremecido como nunca antes,
Jerjes rompió a llorar. Cuando su tío Artabano lo interrogó, sorprendido, por
los motivos de esas lágrimas precipitadas, Jerjes contestó con sinceridad
encomiable: “Me llené de compasión al considerar cuán breve es toda vida
humana, ya que de tanta muchedumbre ni uno solo quedará al cabo de cien años.”
Suetonio nos cuenta que César lloró frente a la
estatua de Alejandro Magno en el templo de Hércules, allá por la España
Ulterior. El caso es que andaba César, por entonces Cuestor, administrando justicia
en la región de Cádiz, y al llegar ante las puertas del templo se impresionó
por los bajorrelieves del frontispicio que recreaban los doce trabajos del
héroe. Con el ánimo extasiado entró César al edificio y descubrió una escultura
magnífica de Alejandro, frente a la cual se postró y lloró amargamente “como
lamentando su inacción”. Se acusaba Julio César, dándose golpes en el pecho,
por no haber realizado nada digno en los 31 años de vida que llevaba, cuando ya
a su misma edad Alejandro había conquistado el mundo. Lloró, dicen, hasta
quedarse dormido, y acudió a él un sueño profético inspirado, sin duda, por el
alma de Heracles. Allí se le anunció a César su futuro promisorio, por lo que al
despertarse enjuagó sus lágrimas y renunció a su cargo para regresar a Roma
presuroso. Veinte años más tarde, recordando tal vez aquel sueño oracular, pronunció
la famosa frase “Alea iacta est”, la
suerte está echada, y cruzó el Rubicón para derrotar a sus opositores y hacerse
nombrar Dictator perpetuus.
Se dice que es el versículo más corto de la Biblia; en
Juan 11:35 leemos apenas dos palabras: “Jesús lloró”. La historia es la de
Lázaro, el hermano de Marta y de María, que llevaba cuatro días de muerto en el
oscuro sepulcro. El nazareno llegó a Betania con sus discípulos, anoticiado ya
de la muerte de su amigo y se dispuso a realizar su milagro más extraordinario
e inconcebible. Parado frente a la tumba de Lázaro, de pronto Jesús se sintió
azorado, y lloró. Lloró, podríamos pensar, por la fragilidad de la vida humana,
por la insignificancia de las criaturas a las que amaba y por quienes iba,
pronto, a dar su vida. O lloró, tal vez, para mostrar que él era ese Dios poderoso,
capaz de resucitar a los muertos, pero era, también y al mismo tiempo, un
hombre real. Lloró por la muerte de su amigo, que es llorar por su propia
muerte; pues un amigo no es otra cosa que “un
alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas”, como había
dicho Aristóteles.
O simplemente lloró Jesús, porque entendió que el único
consuelo que pueden esperar los hombres que viven en un mundo como el nuestro, es
el que viene de un Dios que sabe llorar.