Condenado a muerte, Sócrates aguarda en
una celda peñascosa que se cumpla la sentencia. Las primeras luces del amanecer,
en el postrer día de su vida, lo descubren durmiendo con una tranquilidad
asombrosa. Los rostros luctuosos son de quienes asisten para despedirse del
anciano filósofo: su mujer, sus hijos, y los amigos de siempre. Entre los
recién llegados está Cebes, discípulo y afecto del filósofo, quien intrigado
por unos versos que escribiera Sócrates en prisión, lo interroga sobre los
motivos que lo inclinaron a ello. Sócrates explica que durante toda su vida ha
tenido un sueño recurrente, en el que algún dios se le presentaba para
alentarlo a dedicarse a las artes, y que él había interpretado que bastaba con
hacer filosofía, ya que consideraba a ésta como la más perfecta de todas las
artes. Sin embargo, un terror pío lo había sacudido en prisión, cuando tomó
conciencia de la posibilidad fatal de haber cometido una omisión funesta que
pudiera ofender a los dioses.
En la Grecia de esos tiempos filósofos
y poetas estaban celosamente enemistados, a tal punto que en el Libro X de su República, Platón había expuesto la necesidad de expulsar a los artistas de su Estado
ideal, alegando que “La razón nos obliga a ello”. El argumento era sencillo: Si
el arte es imitación (mímesis) de las
cosas, y las cosas a su vez son imitaciones o copias imperfectas de las Ideas, entonces el arte se aleja a una doble distancia de la Verdad; al menos de aquella verdad que habita en el topos hiperuranio, o “Mundo de las Ideas”
(único real y verdadero).
Por su parte, el comediante
Aristófanes había ridiculizado satíricamente al mismísimo Sócrates en su obra Las nubes, en la que caricaturizaba a
los filósofos, presentándolos como personas estrafalarias que solían enfrascarse
en estériles divagaciones meteorológicas.
En medio de la contienda suscitada
entre el gremio de los filósofos y el de los poetas, “Estos sueños de Sócrates,
y esta aparición, son el único indicio de una duda, de una preocupación sobre
los límites de la naturaleza lógica del conocimiento” dice Nietzsche. Se
imagina el filósofo alemán que tal vez Sócrates habría adquirido en aquella
hora póstuma esa claridad proverbial que suele atribuírseles a aquellos cuya
muerte es inminente. En ese trance habría conjeturado Sócrates estas palabras:
“Quizás sea el arte un correlativo, un
suplemento obligatorio de la ciencia”; y con esta genial intuición dejaría abierta
la posibilidad de una tregua, que no tardaría en consolidarse.
Tal vez sea este el mayor legado de
aquel ateniense a quien el oráculo supo designar como el más sabio de entre los
hombres, y a quien Borges dedicara estos versos señeros:
"Dos griegos están conversando: Sócrates acaso y Parménides.
Conviene que no sepamos nunca sus nombres;
la historia, así, será más misteriosa y más tranquila.
El tema del diálogo es abstracto.
Aluden a veces a mitos, de los que ambos descreen.
Las razones que alegan pueden abundar
en falacias y no dan con un fin.
No polemizan. Y no quieren persuadir ni
ser persuadidos, no piensan en ganar o en perder.
Están de acuerdo en una sola cosa;
saben que la discusión es el no imposible camino para llegar a una verdad.
Libres del mito y de la metáfora,
piensan o tratan de pensar.
No sabremos nunca sus nombres.
Esta conversación de dos desconocidos
en un lugar de Grecia es el hecho capital de la Historia.
Han olvidado la plegaria y la magia."