Sagaz y ávido lector de la literatura antigua, Nietzsche relata el episodio en
el que Sileno, uno de los miembros de la cohorte de Dionisos, fue atrapado por
los jardineros de Midas y conducido ante el rey. Como único precio del rescate,
el monarca exigió a la deidad que le revelara la mayor sabiduría a la que se
pudiese acceder. Sileno se negó lo suficiente como para brindar un contexto
adecuado de suspenso a la escena, y finalmente lanzó, entre complacido y
triste: “¿Por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no
saber? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti. Lo mejor es no haber nacido, no ser,
ser nada.”
Esta verdad descarnada y cruenta se halla presente en casi todas las culturas,
aunque muchas veces se intente disimularla con beatíficos ornatos. Sin embargo
hubo un filósofo que actuó cual espejo cóncavo, recibiendo los rayos lumínicos
provenientes de las sabidurías más disímiles del orbe, y las hizo converger en
un punto focal, cima de toda su filosofía. Se trata de Schopenhauer y su
descorazonadora sentencia “Toda vida es
sufrimiento”.
En el discurrir schopenhaueriano se cita a Caledrón: “El delito mayor del hombre es haber
nacido”; a San Bernardo: “¿De qué se vanagloria el hombre, cuya concepción
es culpa, el nacimiento, pena, la vida, trabajo, y la muerte, fatalidad?”, al
Budismo: “Esto es samsara: el mundo
de la veleidad y el deseo, y por ende, el mundo del nacimiento, de la
enfermedad, de la vejez y de la muerte: es el mundo que no debería ser”; en
fin, se da lugar a todas las fuentes filosóficas, teológicas, literarias y, por
sobre todo, a la experiencia misma del día a día, que no es más que un afanarse
en vano bajo el sol, un correr tras el viento como dice el bíblico Qohelet,
cuyo verso afamado corona el título de esta entrada.
Nosotros podríamos agregar otros ejemplos
más deplorables sobre la condición humana, y sumar nuevos aforismos acuñados
por el saber más elevado, pero sería un redundar sin sentido acerca del
infortunio de nuestra existencia. “Por eso –dice Qohelet- felicito a los que
han muerto más que a los que viven todavía. Y más que a ellos, al que no ha
nacido y no ha visto las infamias que se comenten bajo el sol”.
Estas doctrinas fueron aceptadas hace
tiempo por los pueblos de Oriente, pero en nuestro Occidente cultural permanecen
escrupulosamente soterradas por el pavor que causan entre los mojigatos y los cándidos
santurrones. En este contexto, y fiel a su estilo, Nietzsche se ve obligado, en
las siguientes palabras, a expresarse con diamantina rudeza: “En la madurez de
su vida y de su inteligencia, lo asalta al hombre el sentimiento de que su
padre se equivocó al engendrarlo”. Bajo el mismo son se había expresado
Schopenhauer, cuando supo afirmar que si el acto de la procreación dependiera sólo
de un cálculo puramente racional, entonces el futuro de la humanidad sería, cuando
menos, incierto; pero como el deseo sexual y la promesa de un placer intenso van unidos a la
procreación, entonces el engaño queda consumado de modo genial, para perdición
de la humanidad. Tal vez por eso -aventura Schopenhauer- “illico post coitum cachinnus
auditur Diaboli”.