“Cielo, infierno, esperanzas, temores. ¡Bah! Que
traigan
de beber. Una cosa es cierta: que la vida
va pasando, y el resto vaciedad tan solo es.
La flor marchita nunca renacerá de nuevo”.
(Omar Kheyyam)
En el Canon de la Crítica de la Razón Pura Kant se plantea tres preguntas
programáticas “¿Qué puedo conocer?, ¿Qué debo hacer?, y ¿Qué me cabe esperar?”,
señalando que la más importante de todas es esta última, referida a lo que
podemos, sin caer en contradicciones con la propia razón humana, esperar
encontrarnos después de la muerte.
Su respuesta se
condice palmo a palmo con la de cualquier pietista del siglo XVIII. El filósofo
de Köenisberg apuesta por un más allá que nos ha de deparar una justa
recompensa por nuestros actos morales, o un inevitable castigo en caso
contrario. El Cielo y el Infierno se presentan, una vez más, como los lugares
más probables para la vida después de la muerte.
El Cielo, en los
mitos hebraicos, no se diferenciaba demasiado del Infierno, sino que más bien
se confundían estos dos en un espacio en común llamado Sheol. Allí moraban las almas tanto de los muertos justos como las
de los impíos, en un cierto estado catatónico o de semiinconsciencia perpetua.
Hubo que esperar hasta la muerte del Cristo para que estas almas fuesen
liberadas y repartidas entre el Edén y las sombras eternas del reino de la perdición. Recién entonces este
último lugar recibe el nombre de Gehena, y se
inviste con todos los ígneos atributos del sulfuroso Infierno cristiano.
Para los griegos,
el Hades era una región de ultratumba, cuyas umbrosas geografías (la Laguna
Estigia, los ríos Leteo, Cocito,
Flegetonte, los Campos Elíseos, los Prados de Asfódelos, el Érebo, etc.), como
así también su fantástica fauna (vg., el
can Cerbero o las arpías), sus lúgubres habitantes (Caronte, Éaco, Radamanto,
Tisífone, Perséfone, o el mismísimo Hades), y las milenarias e inquebrantables costumbres
que allí se verifican, fueron hartamente descriptas por miríada de escritores y
poetas.
El Infierno
cristiano se encuentra pintado hasta en sus más nimios detalles por el pincel
literario del Dante, constituyendo dicho cuadro los treinta y seis cantos más
memorables de su Divina Comedia.
Aprisionados en
círculos que de forma concéntrica se hunden en las profundidades abismales de la tierra, yacen en una eternidad de tormentos espeluznantes los
condenados al Averno. En el primero de los círculos Dante se encuentra con una
multitud de gentiles y de niños recién nacidos, muertos de manera inconsulta antes de
recibir el salvífico sacramento del bautismo. Es que el Concilio de Lyon y
también el de Florencia, en análogas sentencias, acuñaron una idea curiosa sobre la imposibilidad de que sean salvos aquellos que no fueran bautizados (“Extra
ecclesiam nulla salus”, rezaría un católico lema un tiempo después). Lo singularmente extraño es que ninguno de los excelentísimos y doctos miembros de la Iglesia reparara en el poco caso que se hacía con esas posturas al pedido de Jesús el
carpintero, quien apenas unos años antes había suplicdo que dejasen a los niños que vayan hacia él. (Cabría mencionar
aquí, y para mayor tranquilidad del lector, que Agustín intentó matizar un poco
la cuestión de los no bautizados, concediendo, al menos, la garantía de que las
llamas que han de atormentar a estos críos debían ser, seguramente,
“mitigadísimas”)
Franqueando las
puertas del Tártaro encuentra Dante la más terrible y desoladora de todas las
frases “Abandonad aquí toda esperanza”; y un poco más allá, en virtud de la
gravedad de sus pecados, los réprobos se arremolinan en círculos cada vez más
profundos y siniestros, hasta llegar a la morada misma de Lucifer. Allí, en el
corazón recóndito del Infierno, Satanás se entretiene castigando a la raza más
vil de los condenados, es decir, a los traidores, estirpe maldita de hombres,
émulos impíos de Judas el Iscariote.
Una vez encontré en la taberna a un sabio
venerable. «¿Qué puedes –le pregunté- decirme
de aquellos que se fueron?» «Bebe
–dijo solícito-
porque muchos marcharon, pero ninguno ha vuelto»
(Omar Kheyyam)
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