“Soy amigo de Platón, pero más amigo
de la verdad”, fue la contestación de Aristóteles ante el reproche que se le
hacía de contradecir en algunos puntos a la doctrina de su maestro. En la
cuestión de la poesía, por ejemplo, había una clara discrepancia; mientras que
Platón consideraba a todo arte como mímesis
o imitación de cosas sensibles, para el estagirita la obra de arte es una
creación (poiesis) a través de la
cual el poeta imita las cosas, sí, pero cuya producción no se agota en eso,
sino que busca contar las cosas como
“deberían o podrían haber sucedido probable o necesariamente”, y no tan
sólo cómo, de hecho, sucedieron. Esta libertad del artista que le concede
Aristóteles ante la determinación de lo dado, es lo que podríamos llamar
“licencia poética”.
Schopenhauer daría la clave en esta
controversia. Para el alemán, la obra de arte del genio es una representación, no de las cosas de este
mundo sensible, mudables, individuales, contingentes y finitas, sino de las
ideas (en sentido platónico). De este modo el artista genial pone al acceso del
común de los mortales la idea, y lo
hace de modo tal que el espectador no adquiere el conocimiento de la idea de
modo conceptual, sino que entra en contacto con ella de modo intuitivo. Es por
eso que toda obra de arte genial responde, a su manera, a la pregunta sobre la
esencia de la existencia.
De acuerdo con Dussel, la expresión analítica
y conceptual “pierde en sugerencia lo que gana en precisión”; y lo propio del
arte bien logrado sería esa capacidad inagotable de sugerirnos siempre algo
nuevo. Cuando al contemplar la obra de arte aparece ante nosotros plenamente el
concepto, continúa explicando Schopenhauer, nos acongoja un sentimiento de asco
e indignación, ya que “la impresión producida por una obra de arte sólo nos
satisface enteramente cuando nos ofrece algo que ninguna reflexión pueda
rebajar hasta el punto de darle la claridad de un concepto.”
Publicar versos –decía finalmente
Schopenhauer- es “un acto de entrega personal” mediante el cual el autor se
atreve a mostrar los escondrijos más íntimos de su interioridad. Los siguientes
versos son producto de una inspiración de años juveniles, que nunca fueron
sometidos a los artificios de la métrica y la rima en trabajos posteriores,
sino que conservan esa grotesca fealdad originaria que me hace volver a ellos
cada tanto.
Soy
el mercader expulsado del Templo a latigazos;
Soy
de esa raza de víboras;
Soy
el puñal que se clava por la espalda;
Soy
los ojos saltones de los ahorcados;
Soy
las manos desgarradas de los esclavos;
Soy
el árbol alcanzado por un rayo;
Soy
la plaga;
Soy
la envidia del amigo;
Soy
la traición del hermano;
Soy
el que reina en los abismos;
Soy
la espalda desgarrada de los torturados;
Soy
la hoguera del martirio;
Soy
el grito agudo al que temes;
Soy
la nada;
Soy
la bestia acorralada por los perros;
Soy
el guerrero que huye;
Soy
pasión que te controla;
Soy
esa puerta que nunca abrirás;
Soy
el fin de la esperanza;
Soy
las fauces de las fieras;
Soy
la estrella que se apaga;
Soy
el llanto de los hombres;
Soy
la sangre de un crimen;
Soy
quien se complace en las guerras;
Soy
el hambre que ciñe tus entrañas;
Soy
serpiente que se arrastra;
Soy
la lanza que traspasa;
Soy
el pantano y sus alimañas;
Soy
el hoy sin mañana;
Soy
la cama de los amantes;
Soy
una presencia a tus espaldas;
Soy
la palabra de los perjuros;
Soy
la mentira de los que se aman;
Soy
quien sabe tus secretos;
Soy
quien conoce tu alma;
Soy
el dinero de los ricos;
Soy
la soberbia del que manda;
Soy
quien compra las conciencias;
Soy
el monstruo de tu infancia;
Soy
las vidas que se apagan;
Soy
espectros;
Soy
fantasmas