Desde su concepción, la filosofía fue considerada como una
preparación para la muerte. Según Platón, el cuerpo es la cárcel del alma, y la
filosofía es el camino mediante el cual ésta se libera de aquel. La filosofía
fue el consuelo de Sócrates al beber la cicuta, y consolación para Boecio en
sus últimas horas. Aunque hubo algunos otros que le negaron absoluta
importancia, como tal fue el caso de Epicuro. Decía este filósofo de Samos que
no hay que hacer caso de la muerte, pues cuando nosotros existimos, ella no es
(no está, no existe); y cuando ella viene, nosotros ya no somos (no existimos).
La muerte, como hecho, nos es extraña, asentirán los existencialistas; pero
como posibilidad, determina toda nuestra existencia, agregarán luego. Y es que
la muerte fue, a no dudarlo, el tópico predilecto de los existencialistas.
Desde Kierkegaard
a Sartre, la meditación sobre la muerte atraviesa con gravedad los ensayos, las
novelas y los cuentos, tanto de Jaspers, Heidegger, Unamuno, Marcel, Berdiaeff
o incluso Tolstoi, quien sobre la cuestión escribió, para mi gusto, una de las
más grandes obras sobre el tema. Me refiero a La muerte de Iván Ilich. En esas páginas majestuosas asistimos a la
descarnada experiencia de la muerte, relatada, en sus pasajes más crudos, en primera persona. Compartimos allí el trance mediante el cual Iván Ilich toma plena conciencia
de que él es, sin más, “un ser para la muerte” (al decir de Heidegger), y que la
vida no es más que un efímero y absurdo tránsito entre dos eternidades de nada.
Si hemos de
considerar a la filosofía de Kierkegaard como la génesis del existencialismo,
no olvidemos que ella abrevó de las aguas schopenhauerianas, en cuyo sistema la
cuestión de la muerte descuella por su insondable peso. Decía el filósofo de
Danzig (amigo ya de este blog) que después de morir seremos lo mismo que fuimos
antes de nacer, es decir, nada.
Hacerse conscientes
del “singular acaso” de nuestra existencia (ahora cito a Scheller), del hecho de que somos pero bien pudimos no haber sido; y de que el breve decurso
de nuestra vida (tan insignificante como una chispa que dibuja su forma
caprichosa en el telón nocturno, en un instante fugaz y azaroso) nos conduce
inexorablemente hacia el abismo de la nada ineluctable y eterna, provoca en el
hombre un sentimiento de angustia y de náusea, que en ese mismo instante lo
coloca en posesión absoluta de su auténtico existir.
Para escapar al
peso de la señalada angustia, el hombre se inventó dioses y paraísos, relatos y
fábulas, tal como lo afirma el gigante español don Miguel de Unamuno, al concluir que es la angustia existencial y
no la necesidad racional la que nos lleva a creer en Dios.
(El título de esta entrada se lo debo a los manes de un caro profesor
con ínfulas de poeta a quien, a modo de reciprocidad, obsequio los versos de
Omar Kheyyam que clausuran esta primer entrega)
“Cuando a los pies me vea de la muerte, y se corte
el hilo de mi vida, con mis cenizas quiero
que se fabrique un jarro. Quién sabe si al llenarlo
de vino hasta los bordes renaceré a la vida.”
Gracias pos este. Estoy en Espana (aunque soy noruego) escribiendo articulos sobre la existencia y el morte, y busce este hoy .... Saludos de FrankO :-)
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario. Tenía descuidado el blog, y es bueno saber que puede ser de utilidad para alguien. Te envío un cálido y afectuoso saludo
EliminarExcelete aporte. Saludos desde México.
ResponderEliminarMuchas gracías por tu lectura. Saludos desde Argentina, país hermano.
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