Sabemos de qué están hechas las
estrellas lejanas del universo, y a qué designios obedecen sus vientos
estelares. Conocemos los secretos más furtivos de las esferas siderales, y
podemos mensurar su temperatura, su luminosidad y la vida longeva de cada una.
El cielo ha sido escrutado ya por el ojo curioso del hombre, y los lindes a sus
regiones fueron demarcados con precisión geométrica. Predecir un eclipse solar es
ahora cosa de infantes escolares, y ya no una gesta heroica de algún sabio
milesio.
La naturaleza también ha visto cómo,
con tosca mano, se rasgaban sus pudorosos velos. El mundo de Heráclito había
estado habitado todo por dioses, pero el nuestro es un mundo desencantado,
gris, melancólico. Cual cadáver que reposa en la mesa gélida de la disección, yace
la madre tierra abierta y ultrajada, forzada a exhibir sus celadas entrañas al escrutinio
profano del adminículo indagador. Habiendo dislocado así al mundo en añicos,
por fin hemos dado nombre a las partículas más pequeñas que lo componen, y a
las que a ellas forman a su vez. Aprendimos a reconocer y ponderar las fuerzas
que unen y separan la materia y la energía, y aprendimos, ¿cómo no?, a conjurar
su divino y maléfico poder.
Las profundidades del alma, otrora
insondables, fueron también desnudadas. Hemos expuesto ante las luces del saber
a los invisibles hilos de la motivación; hemos dado nombre a los arcaicos complejos
que nos acompañan desde la infancia de la humanidad; y las angustiosas raíces
del mal fueron reveladas en las oscuras regiones de los reinos de Psykhé.
Ya nada queda oculto ni secreto, no
hay misterio que espere a ser resuelto; ahora ya, todo lo sabemos… o creemos
saber.
Nietzsche nos recuerda que “Las verdades son ilusiones de las que se ha
olvidado que son tales”; y que “En
nuestra época quizás existan cinco o seis cerebros que comienzan a sospechar
que tal vez la física no sea más que un instrumento para interpretar y amañar
el mundo, una adaptación para nosotros
mismos, si se nos permite decirlo, y no una explicación del universo”
Para conciliar de modo formidable el
aserto socrático con el pensamiento de El Cusano, Pascal dice: “El conocimiento
tiene dos extremos que se tocan. El primero es la pura ignorancia natural en
que se encuentran todos los hombres al nacer. El otro, aquel a que llegan las
almas grandes que, habiendo recorrido todo lo que los hombres pueden saber, encuentran que no saben nada, y se
encuentran en esa misma ignorancia de donde partieron; pero es una docta ignorancia que se conoce a sí misma. Aquellos que
han salido de la ignorancia natural y no han podido llegar a la otra, tienen
cierto barniz de estúpida ciencia suficiente y se hacen los entendidos.”