El
verso del título es de Calderón, pero la idea en sí ya se había gestado en el comienzo de
los tiempos en el lejano oriente. En los Upanishads leemos que el sueño es un
estado fronterizo entre la vida y la muerte por donde el alma suele vagar. Heráclito
había observado que quienes duermen se enfrían un poco, y quienes mueren se
enfrían del todo, por lo que estos dos acontecimientos debían estar conectados
de alguna forma; y de ahí que en los mitos griegos Hypnos (dios del sueño) y Thánatos
(dios de la muerte) fueran concebidos como hermanos gemelos.
Homero reconocía dos
clases de sueños, a saber: unos que salen de unas puertas de cuerno, y otros
que salen por unas puertas de marfil. Los primeros son proféticos y anuncian, a
quienes los sueñan, hechos que sucederán en su futuro próximo. Los últimos son
simples imágenes oníricas carentes de mensajes cifrados. Distinguir entre un tipo de
sueños y otro era todo un arte entre los antiguos, quienes, como en el caso de
los oniromantes Artemidoro de Daldis o José, hijo de Jacob, dedicaban su vida
entera a ello.
Es creencia de muchos,
sobre todo en oriente, que durante la etapa onírica del sueño el alma realiza
algo así como un viaje, durante el cual, sin embargo, el alma no se independiza
del todo de su cuerpo, sino que queda atada a él mediante un cordón de oro o
plata según las opiniones diversas. Si durante el sueño ese cordón se cortara,
el alma del soñador no podría regresar a su cuerpo y este moriría sin remedio.
Algunas veces el cuerpo despierta, dicen estos mismos, antes que el alma haya
emprendido o finalizado del todo su regreso, y entonces el soñador está
despierto pero incapacitado para moverse hasta que su ánima le vuelve al cuerpo
y le imprime el natural movimiento.
En sueños, como ya lo sabemos
por la cantidad ingente de historias que así lo atestiguan, (ya sea por la
cercanía con la muerte o por la liberación del alma que entonces opera) los
hombres se comunican con sus dioses. Así le sucedió a José (el padre putativo
de Cristo) antes de la matanza de los inocentes; o a Eneas, cuando los manes de
Troya le aconsejaron partir hacia la tierra de los latinos para fundar Roma; o
como Huitzilopochtli se les apareció a los mexicas en el cerro Chapultepec para
que fundaran Tenochtitlán unos pasos más adelante.
Pero también el Diablo
hace de las suyas en los sueños, ya sea inspirando geniales piezas de violín,
como en el caso de José Tartini; o amedrentando al pobre padre Pío de Pietrelcina;
o bien anoticiando a los tres jóvenes del asesinato de su hermana a manos del
eremita Barsisa. Es que la vida es sueño, sí, pero a veces es también
pesadilla.
“La vida es sueño,
morir es despertarse” sentenciaba el hispanófilo Schopenhauer, quien dedicó gran parte de sus
pensamientos a desentrañar los insondables misterios de Morfeo. Decía el
filósofo que en los sueños satisfacemos los deseos que en el estado de vigilia se
nos ven negados; genial intuición, esta de Schopenhauer, que luego sería desarrollada
por Freud, aunque de modo demasiado prosaico en comparación con las idílicas
líneas del filósofo de Danzig. Lo que sucede es que todo intento científico por
adentrarse en las geografías del ensueño es un invasivo agravio a tantos poetas
que dedicaron sus mejores horas a cantar sus rimas a los sueños. A modo de
repudio contra esos funestos embates de la razón científica, y para conjurar
cualquier vinculación psicoanalítica que pudiera vislumbrarse en este escrito,
citaremos unos versos loables del poeta persa Omar Khayyam:
“No busques la felicidad: la vida es breve como un suspiro.
Convertidos en polvo, flotan, en el molino que contemplas, Jamshyd y Kaikobad.
El universo es un espejismo; la vida, un sueño.”
“No busques la felicidad: la vida es breve como un suspiro.
Convertidos en polvo, flotan, en el molino que contemplas, Jamshyd y Kaikobad.
El universo es un espejismo; la vida, un sueño.”
(Cabría preguntarse siguiendo
tu escuela, afectísimo Omar, si la vida es sueño, ¿a los que soñamos quién nos
sueña? ¿Y quién, a su vez, a ese sueña?)
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