Cuando
el genio siracusano comunicó al rey Hierón II sus fantásticos descubrimientos
sobre los principios que rigen la mecánica de las palancas, el tirano,
pragmático a ultranza como suelen ser los que mandan sobre los hombres, le
pidió que demostrara sus ideas aplicándolas “a los usos de la vida”. Arquímedes
era muy contrario a estas prácticas, pues consideraba que su intelecto debía empeñarse
únicamente en buscar lo bello, lo verdadero y lo sublime, desdeñando lo útil y
servil. Así lo había aconsejado Platón, indignado ante ciertos artilugios
mecánicos, argumentando que el plasmar ideas geométricas en la confección de
productos toscos y manuales, era degradar lo excelente.
Pero quiso el hado que en esos días se
llevase a cabo la botadura de un navío llamado Siracusa, de titánicas
proporciones; y que nadie atinara a resolver el cómo había de ejecutarse semejante
empresa. Arquímedes, con resolución temeraria, hizo cargar el gigantesco barco con
600 hombres y embalajes pesadísimos; tras lo cual se sentó a distancia prudente
y comenzó a manipular con una sola mano la cuerda de un polipasto, inventado al
efecto por el grandioso geómetra. Valiéndose de este aparejo, sin esfuerzo
alguno levantó por los aires y trasladó la ciclópea embarcación hasta las aguas
del Mar Mediterráneo.
Los presentes quedaron atónitos y boquiabiertos
al ver cómo un hombre era capaz de mover, con su solo ingenio, esa pesada mole;
y en medio de tanto estupor se escuchó al prodigioso Arquímedes decir “¡Dadme un punto de apoyo y moveré el
mundo!”
Esta historia parece ser sólo una
variación de la de Tales cayendo de bruces en un pozo; pero la exclamación
final tiene la particularidad de poder extrapolarse a otras situaciones de
nuestra vida. ¡Cuántas veces hemos clamado en hondo suspiro por un punto de
apoyo para mover el mundo, nuestro mundo! Un punto, la más pequeña porción del
espacio imaginable, nada más que eso. Un gesto mínimo, una mirada fugaz, una
palabra certera, en los que puedan adivinarse el sustento fundamental sobre el
cual basaríamos la proeza monumental gestada en la ensoñación cavilante de
nuestros anhelos más íntimos.
“¡Dadme un punto
de apoyo!” Por
todas las noches que hemos repetido, insomnes, esta exclamación desiderativa, confiando
al poder mirífico de nuestros manes y dioses tutelares ese acontecimiento favorable
del destino que nos brinde la ocasión de conquistar la esquiva suerte; por esos
eternos instantes en que la esperanza parece convertir lo imposible en probable,
vayan estas líneas dedicadas al inmortal geómetra.