martes, 8 de enero de 2013

"La consolación de la Filosofía"


Hay preguntas de manual, con las que previsibles maestros indagan en sus pupilos la lección de la clase anterior. Hay preguntas indiscretas que pérfidos periodistas utilizan para desnudar las intimidades farandulezcas de sus entrevistados. Hay preguntas obvias que usamos, indiferentes, para llenar el vacío silencioso del no tener nada mejor para decir. Hay preguntas burocráticas y rancias, con las que empleados robóticos completan formularios en oficinas decimonónicas. Hay preguntas más o menos ceremoniosas, encarnadas en leyes de urbanidad y normas de protocolo, que rigen la habitualidad cotidiana del trato con el vecino. Y hay, también, preguntas fatídicas que sería mejor no formularlas jamás.
Una de estas últimas preguntas asaltó a Martin Buber cuando tenía apenas 14 años, y entonces pensó en suicidarse. Acuciado por lo irresoluble del asunto que lo ocupaba (referido a la finitud o infinitud del tiempo y el espacio), creyó firmemente Buber que la locura era el horizonte al que inexorablemente se dirigía. La única vía de escape parecía ser su propia inmolación. Pero la providencia puso en sus manos los Prolegómenos a toda metafísica futura que pretenda presentarse como ciencia, en los que Kant trataba esos, y otros temas, con luminosa sapiencia.
La razón humana, había dicho Kant, se ve acosada por cuestiones que no puede contestar, pero a las que tampoco puede silenciar. La tierra de la verdad (agregaba luego) es apenas una isla, más allá de la cual se extiende un brumoso mar ignoto, al que la razón constantemente tiende a aventurarse, aún a sabiendas de su seguro naufragio. Lo que no puede ser conocido puede, al menos, ser pensado, concluyó Kant: Ahí radica el consuelo que podemos encontrar en la filosofía, contra aquellas preguntas sin respuestas que hacen de nosotros criaturas angustiadas, condenadas por siempre a las pesadas cadenas de una inteligencia imperfecta y limitada, atravesada por la soberbia de creernos, quizás, más de lo que somos.
“La tarea de la filosofía es tranquilizar al espíritu con respecto a preguntas carentes de significado. Quien no es propenso a tales preguntas, no necesita la filosofía”, escribió el primer Wittgenstein en su diario. Quienes sí necesitamos la filosofía creemos que ella nos salva, como a Buber, no sólo del suicidio sino también de la locura. Derrida lo dice con una claridad difícil de superar: “La filosofía es, quizás, esa seguridad que se adquiere en la mayor proximidad de la locura contra la angustia de estar loco.”
La filosofía nos salva de la locura no porque ofrezca respuestas indiscutibles ante preguntas fatales. El ámbito de la filosofía no es el de la verdad de lo dado, sino el universo de la posibilidad, de la cabal y humana posibilidad de pensar aquello que queda siempre oculto a nuestros ojos. Así lo enseñaron Sócrates y Kant, cada uno a su modo; y así lo pensó también Nietzsche al decirnos que “un filósofo es un hombre que vive, ve, oye, sospecha, espera y sueña constantemente cosas extraordinarias”.

Me plugo escribir estas líneas, y con ellas celebrarte. Por todos los mortales que, llevados por tus manos benévolas, escaparon a la Stultifera Navis y al Séptimo Círculo; por los funestos dolores que curas y destierras de lo más hondo de nuestros corazones, ¡Sean por siempre tus altares floridos!

miércoles, 2 de enero de 2013

El anillo de Giges


Platón relata el mito del pastor Giges, quien gracias a un anillo fabuloso se convirtió, a la postre, en rey de Lidia. Habiendo encontrado la sortija en circunstancias un tanto sobrenaturales, Giges continuó con su vida normal hasta que ocurrió el siguiente episodio:

“Estando, pues, sentado entre los demás, dio la casualidad de que volviera la sortija, dejando el engaste de cara a la palma de la mano; e inmediatamente cesaron de verle quienes le rodeaban y con gran sorpresa suya, comenzaron a hablar de él como de una persona ausente. Tocó nuevamente el anillo, volvió hacia fuera el engaste y una vez vuelto, tornó a ser visible.” (La República, Libro II)

Lo que de este pasaje me causó una honda impresión es el hecho de que la gran sorpresa que experimentara Giges no radicaba en su repentina invisibilidad, sino en la constatación descarnada de que quienes le rodeaban, colegas suyos y amigos de toda la vida, “comenzaron a hablar de él como de una persona ausente”. Esto desnuda una de las particularidades más innobles y vergonzosas de los hombres, a saber: Los que nos rodean hablan de nosotros de modo muy diferente según sea que estemos o no presentes al momento de la conversación.
Si bien es cierto que Aristóteles había dicho que el lenguaje no es más que el medio a través del cual cada quien expresa su pensamiento; andando un trecho en la historia vino el “padre de la diplomacia moderna”, Charles Maurice de Talleyrand (quien para mayores datos era sacerdote) para corregir al polígrafo maestro de Alejandro. “El lenguaje le ha sido dado al hombre para ocultar su pensamiento”, sentenció el francés acomodaticio.
Humildemente yo agregaría que el lenguaje sirve para ocultar (hasta donde se pueda) los pensamientos y también los sentimientos; lo que equivale a decir que sirve de escondite para el hombre todo. Quien sabe lo que pienso, sabe lo que siento. Quien sabe lo que siento, sabe lo que soy. Nadie sabe, sin embargo, lo que soy. Este es, en resumen, el sino trágico y desgraciado de todo ser humano.

        Dicho lo anterior, aún me cabe preguntar: ¿Habrá alguien, en este mundo falaz, con la valentía suficiente para recitar junto al osado Bécquer los versos siguientes?

 “De lo poco de vida que me resta
diera con gusto los mejores años,
por saber lo que a otros
de mí has hablado.

Y esta vida mortal y, de la eterna
lo que me toque, si me toca algo,
por saber lo que a solas
de mí has pensado.”



viernes, 15 de junio de 2012

A la memoria del joven Werther

El amor es libre, o no es amor. El amor tiene alas; es etéreo, volátil. Cualquier tipo de restricciones que limite su libertad implica cortarle las alas al dios Eros. “Ama y haz lo que quieras”, es la exhortación clara e inequívoca con la que Agustín nos aguijonea en su ya famosísima Homilía VII.
El vuelo de Eros es más que nada un revoloteo errático, inconstante, que ora lo hace posar en un sitio, ora lo lleva a otro, sin derroteros claros ni premeditados. Es por eso que estamos de acuerdo en darle todo nuestro crédito a la sentencia nietzscheana que nos previene así: “Pueden prometerse acciones, pero no sentimientos, porque éstos son involuntarios. Quien promete a otro amarlo siempre u odiarlo siempre o serle siempre fiel, promete algo que no está en sus manos poder cumplir…”
Azarosas son también las trayectorias que siguen las saetas caprichosas del dios. “Solo se ama lo que no se tiene”, según el discurrir de Sócrates en El Banquete, ya que justamente el amor es una tensión constante hacia aquello que no se posee y se siente como una necesidad; el amor es la búsqueda de aquello que carecemos. Así resulta posible explicar el deseo que experimenta el amante, de poseer constantemente y con exclusividad al ser amado, y que hace lamentar a Werther del siguiente modo: “¡Ah, este vacío! ¡Este horrible vacío que siento aquí en mi pecho!... A menudo pienso: si tan solo pudiera estrecharla contra mi pecho, tan solo una vez, todo este vacío se colmaría.”
Y no otra cosa es el matrimonio, sino una institución legal que intenta (desatando la burlona risa de los dioses), asegurar el monopolio del goce en la posesión del otro; sin considerar, muchas veces, la precariedad de ese deseo, que muere irremediablemente, como todo deseo, con su satisfacción (inmediatamente, o a la postre).
Es que no debemos soslayar que Eros, además de alado, es un dios niño. La representación del Amor como un infante nos habla de su fugacidad. “El amor muere joven” dice Roberto de las Carreras, y Vinicius de Moraes reafirma la idea con sentencioso laconismo: “El amor es eterno mientras dura”. Por eso, muchas veces sucede lo que con el desventurado joven Werther: para que no muera el amor, se prefiere la muerte del que ama, en el momento más apasionado de su Sturm und Drang, como sacrificio supremo al hijo de la Citerea.
Para ti pues, joven amigo, porque tus vicisitudes son las nuestras, estas breves palabras.

viernes, 8 de junio de 2012

In Fidelitate

La fiera soldadesca de Tarquino el Soberbio acampaba displicente durante el sitio de Ardea. En la tienda principal Sexto, el heredero, y su primo Lucio, se gastaban pullas groseras zahiriéndose mutuamente a costilla de sus esposas. El humor ácido de los Tarquino inquietó sus corazones, trasmutando pronto las bromas por la negra desconfianza que nubla la razón; y esa misma noche decidieron volver a sus hogares, con la intención de sorprender a sus cónyuges en el quehacer cotidiano, y descartar de ese modo cualquier atisbo de reconcomio suspicaz.
Llegáronse primero por la residencia de Sexto, y al franquear los pórticos de la casa marital, la improvisada comitiva sorprendió a la esposa de éste en pleno deleite saturnal, gozando las mieles de Venus en los brazos de un copioso grupo de porfiados pretendientes. Totalmente otra era la escena en la casa de Lucio Colatino, en cuyos aposentos Lucrecia, parangonando a Penélope, tejía en solitaria espera de su guerrero marido.
Un orgullo sosegado colmó el espíritu de Lucio, en la medida misma en que la envidia y el rencor se encaramaron en el alma de su primo, quien en ese desgraciado interín urdió su vendetta y la llevó a cabo la noche siguiente. Volvió Sexto a la Ciudad Eterna al caer la siguiente tarde, mientras sus compañeros de armas guerreaban en Ardea, ignorando su ausencia. Se introdujo furtivo al lecho de Lucrecia y con viles amenazas la obligó a entregarse a sus deleznables antojos.
Cuando la mañana despuntó su clara luz sobre las siete colinas, Lucrecia llamó a su padre y a su afrentado marido, y luego de relatarles el episodio de su ultraje, acabó con sus días clavándose un puñal en el pecho al tiempo que exclamaba lastimera “¡Ninguna mujer quedará autorizada con el ejemplo de Lucrecia para sobrevivir a su deshonor!”.
Cundió la noticia de la injusta muerte de la casta Lucrecia, y se desató el enfado entre los romanos. La agitación pública fue tanta y de una violencia tal, que los ánimos agitados recién se apaciguaron con el asesinato del pérfido Sexto y la condena al exilio de su padre, el último Rey.

El gobernante de Rávena, en fría y calculada especulación política, acuerda el matrimonio de su joven hija Francesca con el deforme Giovanni Malatesta. El encargado de preparar los pormenores de la boda es el hermano de este último, el joven y apuesto Paolo. Los futuros cuñados se encuentran por primera vez para ultimar detalles del convite, y en ese mismo instante sienten sus almas entrelazarse con la fuerza del infinito amor.   
Francesca y Paolo nunca se dijeron nada con palabras, simplemente dejaron que sus ojos hablasen lo que sus corazones gritaban en silencio. Luego del matrimonio convenido, el cuñado frecuenta la casa de su hermano, y se entretiene en largas caminatas y amenas conversaciones con Francesca, mientras ambos sienten arder de modo indecible el deseo prohibido en sus pechos.
El desprecio que Francesca siente por su tullido señor encuentra un paréntesis de solaz apasionado sólo durante las visitas de Paolo, y entonces goza vivamente con apenas mirarlo en silencio y soñar despierta con sus cálidos abrazos.
Sentados en los bordes de una fuente que musicaliza la tarde con el fluir armónico de sus aguas, y amparados del sol mediterráneo bajo la sombra de un tupido árbol, los jóvenes se extasían en la lectura del romance suscitado entre Ginebra y Lancelot en el mítico reino de Arturo. Mientras las páginas avanzan sobre el regazo de Francesca, sus pechos se agitan y palpitan las sienes de ambos. Sienten que es su historia la que relata el libro y, resueltos en la cómplice soledad del jardín, sus cuerpos se arriman con disimulo, buscando la cercanía y el calor del amado. Sin más poder contenerse, Paolo entrega cándido un beso de amor encendido sobre los labios rosados de Francesca, sin percatarse, ¡ay!, que el celoso marido merodeaba oculto en la floresta, a la espera de confirmar sus temores.
El acero frío del hábil condotiero atraviesa a los amantes en el mismo instante en que se fundían en eterno abrazo, truncando así para siempre su pasión proscrita. 

Una desató la violencia del infierno en la tierra; la otra en la tierra regaló un Paraíso sublime. Dime entonces, Sommo Poeta, ¿porqué en el Más Allá debieran trocarse sus suertes?

lunes, 2 de abril de 2012

El asno de Buridán


La paradoja reza “Colocados dos montones de igual cantidad de heno equidistantes a un burro, el bruto moriría de inanición; pues al momento de tener hambre, no podría decidirse por uno o por otro de los idénticos estímulos”.
Trasladado el ejemplo al hombre, la cuestión pasa a ser de las más graves que se puedan plantear: ¿Es libre el hombre para actuar, o se encuentra de algún modo determinado a obrar? Un ejemplo similar al del asno podría ayudarnos a clarificar el tema: Si colocamos ante un hombre que tiene por igual hambre y sed, un plato de comida y un vaso de agua, ¿cuál de sus necesidades saciará primero? Si decimos “el hambre”, ¿por qué este y no la sed? Podríamos decir que puede actuar indistintamente, que puede tomar tanto el vaso de agua como el plato de comida. Bien, tiene dos posibilidades para actuar, pero cuando elige, elige realizar una de ellas. De ahí la pregunta ¿Por qué esta y no la otra? Podríamos responder que el hombre elige la que desea más, pero si desea las dos por igual, como en este caso, ¿cuál elegirá primero?
Podríamos decir “elijo el vaso (o el plato) porque soy libre y hago lo que quiero. La libertad se identificaría así con el liberum arbitrium, el libre albedrío o la libertad para elegir. Cuando se concede esta facultad a la razón y a la voluntad, ipso facto se responsabiliza plenamente al agente por su acción; de otro modo, si el hombre no tuviese la libertad para elegir cómo actuar, si estuviese obligado de alguna forma, o si estuviese determinado a realizar una acción cualquiera, entonces no se le podría imputar responsabilidad alguna por sus actos ni por las consecuencias de los mismos.
Schopenhauer será quien formule una pregunta clave con respecto a este tema, que ya venía siendo debatido desde los inicios de la civilización. Supongamos, dice Schopenhauer, que tú haces lo que quieres, pero, ¿puedes querer lo que quieres? Es decir, ¿puedes en verdad elegir libremente qué es lo que quieres hacer? Su respuesta será enfáticamente negativa.
Quienes defienden el libre albedrío dicen que nuestras acciones son el fruto de una elección libre que realizamos en nuestro fuero íntimo. Entre las posibilidades de comer o beber elijo, por ejemplo, comer. Aunque nada ni nadie me obliga a ello. De hecho, podría, libremente, elegir lo contrario. En franca oposición a este planteo, Schopenhauer dirá que lo que desencadena la acción no es la absolutamente libre elección entre dos o más opciones, sino que toda acción está determinada por motivos. En cada persona confluyen diversos motivos, y el motivo más fuerte es el que determina la acción.
Aquí cabe hacer una pregunta que Schopenhauer no plantea: ¿Qué pasa cuando concurren motivos de igual intensidad que determinarían acciones contrarias?


jueves, 29 de marzo de 2012

Damnatio memoriae


          De labios de mi madre creo haber escuchado cuando niño unos versos, mientras caminábamos en un invierno plomizo entre la Plaza Libertad y “Casa Rosa”; y desde entonces encendieron en mí una acongojante inquietud misteriosa. Los versos formaban parte de un poema llamado Un pensamiento en tres estrofas, y decían así:

“La vida no es la vida que vivimos.
La vida es el honor y es el recuerdo.
Por eso hay muertos que en el mundo viven
y hombres que viven en el mundo muertos.”

Desde entonces me he preguntado si en verdad la vida no es ésta en que vivimos, sino “el honor y el recuerdo”; y siempre me pareció tarea imposible negar esa apreciación. Creo que se vive día a día, de a poquito; de la misma manera en que se muere, día a día, de a poquito. Cada acto nuestro lleva inscripto en sí una parte de nuestra decisión de vivir o morir. A veces se muere uno para vivir, y otras veces elige uno vivir, pero en ese instante muere para siempre.
La vida que importa no es la biológica, la de respirar, la de comer; la que importa es la vida que se prepara para el futuro, la que se construye con lo que hacemos y con lo que pensamos. Y así, si dejamos de existir, podemos seguir viviendo (muchas veces ahí se comienza a vivir realmente). Dependemos de los otros para vivir, si ellos nos recuerdan, entonces vivimos. Si hay aprecio, si hay amor, si hay orgullo, habrá memoria, habrá nostalgia, habrá alegría; y en ese amor, en ese orgullo, en esa nostalgia y en esa alegría, uno sigue vivo. Junto a mi recuerdo viviré yo.
¿Qué es vivir? ¿Qué es morir? No lo sé. Pero sí sé que cuando el mundo olvide que alguna vez existí, mi nombre, mi recuerdo, mis pasos, yo, todo, desaparecerá para siempre. Moriré. Cuando nadie pueda decir que estoy muerto, entonces lo estaré.
            El universo y la vida se agotan, mientras yo me preocupo, pienso, quiero desear, quiero hacer, y me quedo callado. No me atrevo a moverme, no me atrevo a decir qué tanto la amo. Siento la nada en mi alma, el hueco en mi cama, y la voz que se calla.
Soy lo que dicen, soy lo que creen, soy quien era y he dejado de ser. Soy la memoria de quien me ama, un recuerdo, un enigma, la marcha inexorable del tiempo, mis ojos tienen luz que no se apaga. El fuego es eterno mientras dura la llama que danza en la noche anunciando el alba; luego el sol se levanta y muestra entonces la desolación de mi alma.
¿Quién creerá en mis palabras? Delirios de noches, visiones enmarañadas. Sueño cumplido, vida cerrada, un abrazo en la plaza, una caricia justo a tiempo, una palabra, un rezo, una tierna mirada, una sonrisa, un te quiero, una tumba tapiada, canciones de a dos, besos que matan, manos unidas, y otra vez la desesperanza.
¿Quién sabe qué recuerdos, qué palabras, qué rostros, qué nombres estarán conmigo cuando me vaya? Muy adentro soy otro, sigo siendo ese otro, el de antes, el que te ama, el que busca, el que no entiende, el que las estrellas señalan.
¿Quién puede decir qué es lo que existe?, ¿quién ha vivido el mañana?, ¿quién se acordará de la tristeza de mis ojos en los días nublados?, ¿quién deseará refugiarse en mi pecho de mis brazos rodeada?, ¿quién creerá en mis sueños?, ¿quién se despertará en las noches con su mirada en mi cara?, ¿quién llevará a su lecho de muerte mi nombre, enamorada?



lunes, 19 de marzo de 2012

Meditatio mortis III



“Dicen que aquel que bebe, por siempre se condena.
Si es cierto que al que gusta del placer y del vino
condenan al Infierno, has de encontrar un día
el Edén liso como la palma de la mano.”
                                               (Omar Kheyyam)                              

         Si el infierno es similar para todas las culturas (lugar de sufrimientos más o menos mitigados o cruentos), de su contraparte no puede decirse lo mismo, ya que hay tantos Paraísos como creyentes sobre el mundo.
El Valhalla de los nórdicos es el lugar al que son conducidos los guerreros caídos en batalla, guiados por las hermosas Walkirias de rojizos cabellos. Allí son bien recibidos por un dios poeta, y se entretienen en festines en los que jamás escasean el hidromiel, los jabalíes asados y las frutas exóticas. Antes y después, los valientes aliados de Odín se la pasan guerreando entre sí, preparándose de ese modo para el Ragnarok.
En los Campos Elíseos los héroes y sabios griegos disfrutan dichosos de largas caminatas por verdes prados salpicados de coloridas flores. Allí charlan amenamente sobre el decurso de los asuntos humanos, entre árboles frutales y ríos de miel y leche. Tampoco faltan los ricos banquetes en el cielo musulmán, en el que setenta y cinco huríes de bellos ojos aguardan a cada uno de los muertos muslimes, para regalarles eternidades de sensuales disfrutes (Bendito sea Allah en su grandeza, y que la gracia sea con el Profeta Muhammad). 
En el cristianismo, luego de rechazar la teoría de la apocatástasis propuesta por Orígenes, los santos padres de la Iglesia discutieron frenéticamente intentando develar la siguiente pregunta: "¿En qué consiste el Paraíso?" Tras siglos de debates meticulosos, y entrada ya la era tomista, los popes del cristianismo lograron acordar que el Cielo debía consistir en el mayor bien imaginable. Difícil es explicar en pocas líneas porqué, pero les pareció a éstos que el súmmum bonum sólo podría lograrse en la eterna contemplación de Dios, hecho al que denominaron “visión beatífica”.
El Cielo cristiano, más que un lugar, es la plenitud  de comunión con Dios en un estado supremo y definitivo de dicha; pero en el que no habrá, según lo dice el catecismo, ni grandes y eternos festines, ni charlas amenas, ni huríes de grandes ojos, ni reencuentros con amigos o parientes. (Podría uno preguntarse entonces, sin ofender al catecismo, cómo podrá cumplir Jesús la promesa que recuerda Lucas en su evangelio allá por el capítulo 22, versículo 30, sin contradecir a tanto Concilio).
El presbítero Antonio Orozco Delclós en su escrito ¿Cómo será la eternidad? afirma que “A gentes poco ilustradas se les puede antojar algo monótono pasar la eternidad contemplando –simplemente contemplando– a Dios”. Y la verdad que, visto así, me declaró gente poco ilustrada, y reconozco que me sería monótono pasar la eternidad simplemente contemplando algo, lo que fuera que sea. Monseñor Alonso del Portillo resulta aún más lapidario cuando sostiene que “Cuando demos el gran salto, Dios nos esperará para darnos un abrazo bien fuerte, para que contemplemos su rostro para siempre, para siempre, para siempre”. Como si un solo “para siempre” no bastara para torturar al intelecto.
Lo dicho al comienzo se sostiene, hay tantos cielos como gentes; y si me es dado elegir alguno, me plegaría sin el menor atisbo de duda alguna a lo que cantan los siguientes versos del poeta amigo que nos viene acompañando, pues no cabe cielo mejor que me satisfaga más:

            “Unas gotas de vino del color del rubí,
             un pedazo de pan, un buen libro de versos
             y tú, en un solitario lugar, son más valiosos
             para mí que todos los reinos de los sultanes”