La fiera soldadesca de Tarquino el Soberbio acampaba displicente durante el sitio de Ardea. En la tienda principal Sexto, el heredero, y su primo Lucio, se gastaban pullas groseras zahiriéndose mutuamente a costilla de sus esposas. El humor ácido de los Tarquino inquietó sus corazones, trasmutando pronto las bromas por la negra desconfianza que nubla la razón; y esa misma noche decidieron volver a sus hogares, con la intención de sorprender a sus cónyuges en el quehacer cotidiano, y descartar de ese modo cualquier atisbo de reconcomio suspicaz.
Llegáronse primero por la residencia de Sexto, y al franquear los pórticos de la casa marital, la improvisada comitiva sorprendió a la esposa de éste en pleno deleite saturnal, gozando las mieles de Venus en los brazos de un copioso grupo de porfiados pretendientes. Totalmente otra era la escena en la casa de Lucio Colatino, en cuyos aposentos Lucrecia, parangonando a Penélope, tejía en solitaria espera de su guerrero marido.
Un orgullo sosegado colmó el espíritu de Lucio, en la medida misma en que la envidia y el rencor se encaramaron en el alma de su primo, quien en ese desgraciado interín urdió su vendetta y la llevó a cabo la noche siguiente. Volvió Sexto a la Ciudad Eterna al caer la siguiente tarde, mientras sus compañeros de armas guerreaban en Ardea, ignorando su ausencia. Se introdujo furtivo al lecho de Lucrecia y con viles amenazas la obligó a entregarse a sus deleznables antojos.
Cuando la mañana despuntó su clara luz sobre las siete colinas, Lucrecia llamó a su padre y a su afrentado marido, y luego de relatarles el episodio de su ultraje, acabó con sus días clavándose un puñal en el pecho al tiempo que exclamaba lastimera “¡Ninguna mujer quedará autorizada con el ejemplo de Lucrecia para sobrevivir a su deshonor!”.
Cundió la noticia de la injusta muerte de la casta Lucrecia, y se desató el enfado entre los romanos. La agitación pública fue tanta y de una violencia tal, que los ánimos agitados recién se apaciguaron con el asesinato del pérfido Sexto y la condena al exilio de su padre, el último Rey.
El gobernante de Rávena, en fría y calculada especulación política, acuerda el matrimonio de su joven hija Francesca con el deforme Giovanni Malatesta. El encargado de preparar los pormenores de la boda es el hermano de este último, el joven y apuesto Paolo. Los futuros cuñados se encuentran por primera vez para ultimar detalles del convite, y en ese mismo instante sienten sus almas entrelazarse con la fuerza del infinito amor.
Francesca y Paolo nunca se dijeron nada con palabras, simplemente dejaron que sus ojos hablasen lo que sus corazones gritaban en silencio. Luego del matrimonio convenido, el cuñado frecuenta la casa de su hermano, y se entretiene en largas caminatas y amenas conversaciones con Francesca, mientras ambos sienten arder de modo indecible el deseo prohibido en sus pechos.
El desprecio que Francesca siente por su tullido señor encuentra un paréntesis de solaz apasionado sólo durante las visitas de Paolo, y entonces goza vivamente con apenas mirarlo en silencio y soñar despierta con sus cálidos abrazos.
Sentados en los bordes de una fuente que musicaliza la tarde con el fluir armónico de sus aguas, y amparados del sol mediterráneo bajo la sombra de un tupido árbol, los jóvenes se extasían en la lectura del romance suscitado entre Ginebra y Lancelot en el mítico reino de Arturo. Mientras las páginas avanzan sobre el regazo de Francesca, sus pechos se agitan y palpitan las sienes de ambos. Sienten que es su historia la que relata el libro y, resueltos en la cómplice soledad del jardín, sus cuerpos se arriman con disimulo, buscando la cercanía y el calor del amado. Sin más poder contenerse, Paolo entrega cándido un beso de amor encendido sobre los labios rosados de Francesca, sin percatarse, ¡ay!, que el celoso marido merodeaba oculto en la floresta, a la espera de confirmar sus temores.
El acero frío del hábil condotiero atraviesa a los amantes en el mismo instante en que se fundían en eterno abrazo, truncando así para siempre su pasión proscrita.
Una desató la violencia del infierno en la tierra; la otra en la tierra regaló un Paraíso sublime. Dime entonces, Sommo Poeta, ¿porqué en el Más Allá debieran trocarse sus suertes?
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