Schopenhauer
solía repetir, contrariando a Leibniz, que este era el peor de los mundos
posibles. También solía acompañar tal afirmación con nutridos ejemplos
extraídos directamente de lo más cotidiano de nuestro existir. El asesinato de
Arquímedes parece confirmar, una vez más, la hipótesis schopenhaueriana.
No existió en la historia engendro
más aborrecible que el soldado romano. Bestial, deleznable, codicioso, traicionero,
bruto, rapaz, supersticioso, inculto, fiero, implacable, “considera a todo
extranjero no como ser humano, sino como enemigo” (esa es su lógica, según el Alberdi
de El crimen de la guerra). No es un
guerrero, es un mercenario, un sicario, su mismo nombre indica la paga, el sueldo, que recibe por matar. Actúa sin
atisbos de pensamiento autónomo, obedece, reacciona, aniquila deseoso de
sangre, con una sed tan inagotable que ni los espectáculos del Circo (o del
Senado) pudieron saciarle.
Entregado al pillaje y al saqueo,
uno de estos putrefactos autómatas sanguinarios se encontró en la recién tomada
Siracusa con el genio que había
calculado cuántos granos de arena cabían en el universo. Estaba Arquímedes
sentado en el suelo, dibujando figuras idílicas, calculando cifras inaccesibles,
díscolas, cuando la ruda espada de filo mellado por largos años de matanzas se
hundió en su cuerpo, empujada con obsceno sadismo por el sañudo romano. “¡No perturbes mis círculos!” fue la
última súplica que apenas alcanzó a gemir antes de expirar aquel que con su
ingenio había mantenido a raya a la horda virulenta conducida por Marcelo.
Entregó el alma el agudo matemático,
tal vez absorto en las profundidades insondables de un problema tan irresoluble
como la cuadratura del círculo, en
cuya solución nadie se acercó más que él. Al morir experimentaba, quizás, uno
de esos trances que describe Plutarco. Este biógrafo ilustre relata que las
musas solían visitar a menudo a Arquímedes, y que entretenido en su presencia
se olvidaba incluso de comer o higienizarse. Cautivo en dichos embelesos,
tenían sus allegados que conducirlo a los baños y encargarse de las faenas de
limpieza, mientras el genial siracusano continuaba con su dedo dibujando
círculos en el aire. Y hasta se dice que una vez saltó de la bañera y corrió
desnudo por las calles gritando ¡Eureka!, al haber encontrado la respuesta a un
caso inextricable.
Solamente de la caterva infecta de
los que fueron capaces de destruir la Biblioteca de Alejandría, monumento
refulgente de la sabiduría humana; únicamente de entre aquellos que no se compungieron
al torturar con crueldad injuriosa y al crucificar, insolentes, al santo Pescador
de Hombres; sólo de esa gazapera hedionda pudo surgir el autor maldito de segar
la vida del noble poeta de los números.
Por tamaños estragos con que
lesionaron a lo mejor del género humano, sirvan sus almas de carne para los
perros infernales, y sean sus nombres borrados para siempre del Libro de la Vida que custodia el Cordero.
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