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jueves, 22 de agosto de 2013

Arquíemedes II



       Cuando el genio siracusano comunicó al rey Hierón II sus fantásticos descubrimientos sobre los principios que rigen la mecánica de las palancas, el tirano, pragmático a ultranza como suelen ser los que mandan sobre los hombres, le pidió que demostrara sus ideas aplicándolas “a los usos de la vida”. Arquímedes era muy contrario a estas prácticas, pues consideraba que su intelecto debía empeñarse únicamente en buscar lo bello, lo verdadero y lo sublime, desdeñando lo útil y servil. Así lo había aconsejado Platón, indignado ante ciertos artilugios mecánicos, argumentando que el plasmar ideas geométricas en la confección de productos toscos y manuales, era degradar lo excelente.
Pero quiso el hado que en esos días se llevase a cabo la botadura de un navío llamado Siracusa, de titánicas proporciones; y que nadie atinara a resolver el cómo había de ejecutarse semejante empresa. Arquímedes, con resolución temeraria, hizo cargar el gigantesco barco con 600 hombres y embalajes pesadísimos; tras lo cual se sentó a distancia prudente y comenzó a manipular con una sola mano la cuerda de un polipasto, inventado al efecto por el grandioso geómetra. Valiéndose de este aparejo, sin esfuerzo alguno levantó por los aires y trasladó la ciclópea embarcación hasta las aguas del Mar Mediterráneo.
Los presentes quedaron atónitos y boquiabiertos al ver cómo un hombre era capaz de mover, con su solo ingenio, esa pesada mole; y en medio de tanto estupor se escuchó al prodigioso Arquímedes decir “¡Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo!”

Esta historia parece ser sólo una variación de la de Tales cayendo de bruces en un pozo; pero la exclamación final tiene la particularidad de poder extrapolarse a otras situaciones de nuestra vida. ¡Cuántas veces hemos clamado en hondo suspiro por un punto de apoyo para mover el mundo, nuestro mundo! Un punto, la más pequeña porción del espacio imaginable, nada más que eso. Un gesto mínimo, una mirada fugaz, una palabra certera, en los que puedan adivinarse el sustento fundamental sobre el cual basaríamos la proeza monumental gestada en la ensoñación cavilante de nuestros anhelos más íntimos.
“¡Dadme un punto de apoyo!” Por todas las noches que hemos repetido, insomnes, esta exclamación desiderativa, confiando al poder mirífico de nuestros manes y dioses tutelares ese acontecimiento favorable del destino que nos brinde la ocasión de conquistar la esquiva suerte; por esos eternos instantes en que la esperanza parece convertir lo imposible en probable, vayan estas líneas dedicadas al inmortal geómetra.    

lunes, 12 de agosto de 2013

Arquímedes o “El peor de los mundos posibles”




        

        Schopenhauer solía repetir, contrariando a Leibniz, que este era el peor de los mundos posibles. También solía acompañar tal afirmación con nutridos ejemplos extraídos directamente de lo más cotidiano de nuestro existir. El asesinato de Arquímedes parece confirmar, una vez más, la hipótesis schopenhaueriana.
       No existió en la historia engendro más aborrecible que el soldado romano. Bestial, deleznable, codicioso, traicionero, bruto, rapaz, supersticioso, inculto, fiero, implacable, “considera a todo extranjero no como ser humano, sino como enemigo” (esa es su lógica, según el Alberdi de El crimen de la guerra). No es un guerrero, es un mercenario, un sicario, su mismo nombre indica la paga, el sueldo, que recibe por matar. Actúa sin atisbos de pensamiento autónomo, obedece, reacciona, aniquila deseoso de sangre, con una sed tan inagotable que ni los espectáculos del Circo (o del Senado) pudieron saciarle.
     Entregado al pillaje y al saqueo, uno de estos putrefactos autómatas sanguinarios se encontró en la recién tomada Siracusa con el genio que había calculado cuántos granos de arena cabían en el universo. Estaba Arquímedes sentado en el suelo, dibujando figuras idílicas, calculando cifras inaccesibles, díscolas, cuando la ruda espada de filo mellado por largos años de matanzas se hundió en su cuerpo, empujada con obsceno sadismo por el sañudo romano. “¡No perturbes mis círculos!” fue la última súplica que apenas alcanzó a gemir antes de expirar aquel que con su ingenio había mantenido a raya a la horda virulenta conducida por Marcelo.
      Entregó el alma el agudo matemático, tal vez absorto en las profundidades insondables de un problema tan irresoluble como la cuadratura del círculo, en cuya solución nadie se acercó más que él. Al morir experimentaba, quizás, uno de esos trances que describe Plutarco. Este biógrafo ilustre relata que las musas solían visitar a menudo a Arquímedes, y que entretenido en su presencia se olvidaba incluso de comer o higienizarse. Cautivo en dichos embelesos, tenían sus allegados que conducirlo a los baños y encargarse de las faenas de limpieza, mientras el genial siracusano continuaba con su dedo dibujando círculos en el aire. Y hasta se dice que una vez saltó de la bañera y corrió desnudo por las calles gritando ¡Eureka!, al haber encontrado la respuesta a un caso inextricable.
Solamente de la caterva infecta de los que fueron capaces de destruir la Biblioteca de Alejandría, monumento refulgente de la sabiduría humana; únicamente de entre aquellos que no se compungieron al torturar con crueldad injuriosa y al crucificar, insolentes, al santo Pescador de Hombres; sólo de esa gazapera hedionda pudo surgir el autor maldito de segar la vida del noble poeta de los números. 
Por tamaños estragos con que lesionaron a lo mejor del género humano, sirvan sus almas de carne para los perros infernales, y sean sus nombres borrados para siempre del Libro de la Vida que custodia el Cordero.