El
legado filosófico de Platón es, a todas luces, innegable. Cualquiera suscribiría
sin mayores reparos aquella conocida sentencia de que toda la filosofía occidental
no es más que una seguidilla de “notas al pie” en la filosofía de Platón.
En este
carismático ateniense se encarnaba el ideal de la paideia, ya que era un joven despabilado de armónica figura y
acomodada familia. Sócrates le llamó “cisne”, por el grácil vuelo de su alma y el
dulce canto de sus palabras; pero pervivió hasta nosotros el apodo de “Platón”
con el que su maestro de gimnasia bautizara al joven Aristocles (que así se
llamaba de verdad), por sus “anchos hombros”.
A la
muerte de Sócrates, y con apenas veinte años, Platón comenzó a dirigir la Academia,
lugar en el que se reunía a filosofar la flor y nata de la juventud griega; y
en cuyo portal franqueaba el ingreso la siguiente frase “No entre aquí quien no
sepa geometría”. En los días que corren, cualquier párvulo de primaria sabe
algo de geometría, pero en ese entonces significaba una exigencia tan estricta que
resultaba amedrentadora para la mayor parte del género humano.
Fuera
de los límites de la Academia, pululaba Diógenes, llamado “el perro”, cuya vida
era completamente otra, diferente en todo a la de Platón y sus eruditos
académicos. Mientras Platón vestía delicadas túnicas y calzaba ornadas
sandalias, Diógenes andaba descalzo y llevaba, por única prenda, tanto en verano como en invierno, un sayo medio raído. Platón a diario asistía
a opíparos banquetes en donde degustaba exóticos manjares y se complacía en aladas
charlas con bellos efebos. Diógenes dormía en un tonel y cierta vez que fue a un
banquete algunos le arrojaron huesos al piso tratándolo cual perro. Él, para no desilusionarlos, los
orinó encima, tratándolos cual perro.
Al
mismo tiempo que Diógenes, para demostrar su misantropía, deambulaba de día con
un farol encendido, dando voces de que iba buscando “un hombre”, Platón se
rodeaba de una selecta camarilla de discípulos y amigos, al punto tal que el mismísimo
Dionisio, Tirano de Siracusa, lo había llamado a su lado para que lo aconsejase
en asuntos de gobierno.
La
simpleza de Diógenes contrastaba con la arrogancia de algunos académicos que se
vanagloriaban de haber formulado una insuperable definición del hombre, que respondía
con puntillosa precisión a las exigencias más exquisitas del saber teorético. El
hombre es, decían sin disimular su orgullo, un “bípedo implume”. Diógenes,
rápido para la elaboración de réplicas sarcásticas, desplumó una gallina y la
arrojó por sobre los muros de la Academia gritando “Aquí tenéis al hombre de
Platón”. Desde entonces, a la definición de hombre se le agregó: “y de uñas
anchas”.
Mas,
herido en su orgullo por el episodio de la gallina, Platón buscó la ocasión de
burlarse, a su vez, de Diógenes. Así resuelto, lo encontró en una fuente emplazada en el cruce de concurridas calles,
mientras lavaba unas lechugas, que era toda la ración que ese día tenía Diógenes para comer. Viendo allí su ansiada oportunidad, a
viva voz, buscando avergonzar al viejo delante de los transeúntes, casi le
gritó: “¡Diógenes, si tú sirvieras a Dionisio, de seguro no tendrías que lavar
lechugas para comer!”. Impávido, Diógenes se le acercó a Platón y le susurró al
oído: “Y si tú lavaras lechugas, Platón, de seguro no tendrías que servir a
Dionisio para comer”.
Admiro la actitud de Diógenes y su forma de ver la vida. es casi una religión.
ResponderEliminarSí, su filosofía ponderaba de igual manera la teoría y la práctica, hacía lo que pensaba y lo que predicaba, por eso sus acciones son tan significativas como sus frases. Saludos.
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