miércoles, 23 de abril de 2014

Let it be



And in my hour of darkness
she is standing right in front of me
speaking words of wisdom, let it be
Paul Mc Cartney

Por torpeza o malicia de quienes las realizan, hay acciones que nos lastiman y hieren. La Naturaleza ha previsto un cierto instinto que nos hace huir ante el peligro, o responder con un ataque que neutralice la fuente de agresividad que nos perjudica. Hay en todos nosotros un deseo de venganza ante los males recibidos; un sentimiento que se manifiesta con mayor fuerza entre los pueblos primitivos y las personas igualmente toscas y rudimentarias.
Ejemplos de venganzas desmesuradas han quedado documentados en textos milenarios de las más disímiles culturas de la antigüedad. Jenófanes realizó agudas observaciones sobre los pueblos de su época, y entre otras cosas señalaba la identidad manifiesta entre el carácter de la gente y las cualidades atribuidas a sus dioses. “Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y negros; los tracios, que tienen ojos azules y pelo rojizo” e incluso, asevera, si los bueyes tuvieran dioses, estos tendrían cuernos. Pues bien, los hebreos le atribuían a su Dios un genio vengativo en extremo (“Soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que Me aborrecen”), lo que nos permite entender las prácticas nefastas y el ensañamiento cruel que mostraban para con los pueblos vecinos.
El extremo opuesto de la venganza es el perdón; y Hannah Arendt, le atribuye a Jesús Cristo el mérito de haberlo introducido en la historia humana. El perdón otorga al ofendido la posibilidad de liberarse de la venganza, y de este modo intenta “finalizar algo que sin interferencia proseguiría inacabablemente.” Pero tanto la venganza como el perdón descuidan un aspecto fundamental de la ofensa que los motiva. Nietzsche es el encargado de recordarnos que ni la venganza ni el perdón quitan al ofendido su dolor profundo ni cierran sus heridas abiertas. “Con tu estupidez –dice– has causado una pena infinita a tu prójimo y has destrozado irreparablemente una felicidad.” Es lo que Arendt llama la “irreversibilidad de la acción”; con lo cual quiere decir que nuestros actos ocasionan consecuencias que no se pueden revertir, son irreparables.
La venganza es fruto del odio, como el perdón lo es del amor (“Lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo”, declara Arendt); pero una y otro son impotentes para reparar el daño. Si queremos intentar algún camino para restaurar la felicidad vulnerada, sólo cabe echar mano a un curioso recurso de la mente humana, que hasta ahora no ha sido justipreciado del modo sublime que se merece. Me refiero al olvido, esa astucia de la razón que linda peligrosamente con la locura. Quizás sea el olvido de la ofensa sufrida la única cura posible para un espíritu lacerado. Y es por eso que Borges declama con inspirada sabiduría, aunque de una forma que todavía nos resulta enigmática, el verso que sigue:
“El olvido es la única venganza y el único perdón”

            A todas las almas que anhelan, vehementes, las aguas del Leteo, estas líneas.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Mysterium iniquitatis



¿Por qué existe el mal? O, mejor aún, ¿Si Dios existe, de dónde el mal? Esta es una cuestión que ha buscado solución en las mentes más lúcidas de la humanidad. A esta inquietud lacerante suele conocérsela como “La paradoja de Epicuro”, pues a este filósofo se la atribuyó verosímilmente la Antigüedad. Reza del siguiente modo:

1.- O Dios quiere evitar el mal y no puede (entonces no es omnipotente)

2.- O Dios puede pero no quiere (entonces no es bondadoso)

3.- O no quiere y no puede (entonces no es ni omnipotente ni bondadoso)

4.- O puede y quiere (pero sabemos que no es así ya que el mal existe).


 Se han ensayado variadas y disímiles respuestas. Las teodiceas, que etimológicamente significan “justificación de Dios”, son escritos que pretenden demostrar que no son contradictorias la existencia simultánea del mal y de un Dios omnipotente y omnibenevolente (muy muy bueno, digamos). Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y Leibniz se aventuraron por estos caminos y todos se perdieron en galimatías inextricables y fabulosos.

La carta de Pablo a los romanos enseña que es vano todo intento por escrutar los designios del Señor, pues estos son insondables ante los ojos de los hombres; y el Libro de Job sentencia que Dios no necesita justificarse ante los hombres, pues su infinito poder lo exime de esbozar alegatos ante un juez tan enclenque, desdeñable y exiguo como el Hombre. Pero aún así, ante la muerte inopinada, ante la injusticia del poderoso, ante la enfermedad sañuda, ante la esquiva mirada del ser amado que nos rechaza, en fin, ante el mal, los ecos de la herética pregunta resuenan estentóreos.


Hume arriesgó la hipótesis de que este mundo es en realidad la hechura de un dios subalterno, de un dios casi niño, que avergonzado por las burlas de los dioses mayores ante la deficiencia de su obra, la dejó inconclusa y maltrecha.

La respuesta en la que más quiero creer es la que dio Nietzsche: “Únicamente como fenómeno estético puede justificarse la existencia del mundo”. Él postula la existencia de un Dios que, acuciado por la sobreplenitud de su ser y atormentado en razón de sus infinitos y profusos atributos, se disgrega en la multiplicidad de las cosas existentes. Es un dios-artista que crea mundos para desembrazarse del sufrimiento que le provocan las antítesis en él acumuladas. 

Como había dicho antes Mainländer, es un dios que por el hastío que le provoca su propia perfección decide suicidarse. Ese dios-artista crea el universo y los mundos, y las plantas y los animales y las personas, que no son otra cosa que una obra de arte compuesta por fragmentos divinos destinados a perecer en el lento suicidio del dios originario. 



Y dijo Yahvé: “¿Quién es ese que oscurece mis designios y habla de lo no sabe? ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Invalidarás tú también mi juicio? ¿Es sabiduría contender con el Omnipotente? ¿Serás tú quien firmará mi sentencia y me condenarás para afirmar tus derechos?”
 


martes, 14 de enero de 2014

Felices, los niños



        Urgido a responder quién era el hombre más feliz del mundo, Solón contestó al fastuoso rey Creso, que así lo interrogaba con aire retórico, que “de nadie puede decirse que es feliz hasta que haya muerto”. La felicidad mora en el pasado, ya que tanto el presente como el futuro son juguetes del acaso. El destino de los hombres, su suerte, es tan sólo una posibilidad en el sentido que la entiende Kierkegaard, es decir, posibilidad de ser, pero lo primero y ante todo, posibilidad que aún no es y que puede no serlo jamás. Nuestra vida es una ecuación que suma, resta, divide y multiplica penas y alegrías, y cuya raya definitiva únicamente se marca tras la muerte, y es recién ahí cuando podemos saber el resultado final… cuando ya no somos.        
         Captamos la verdad en aquellas palabras del sabio Solón, aunque de hecho la vida nos ha enseñado que su frase podría acotarse a señalar que nadie es feliz. En la quimérica cifra que conforman los días de un mortal, son muchos más numerosos e intensos los males y dolores que lo asolan que los placeres que le aguardan. Esta cruda constatación hizo sentenciar a Schopenhauer que “la vida es un negocio cuyos beneficios no cubren ni con mucho los gastos”. El viejo filósofo alemán fue pródigo en describir los dolores del mundo y la nihilidad de nuestra existencia, adelantándose así varios años al doctor Freud, quien estaba convencido de que “el plan de la «Creación» no incluye el propósito de que el hombre sea «feliz»”.
        El maestro Aristóteles había señalado que todos los hombres tienden siempre (por naturaleza) hacia la felicidad como fin último (télos) de sus vidas. Schopenhauer hizo visibles los escollos que se oponen encarnizadamente entre el hombre y su felicidad; y dejó que Freud expresara la necesaria conclusión: El designio de ser felices, es irrealizable.


Nadie es feliz, ni puede llegar a serlo, puesto que la felicidad pertenece siempre al pasado y es más un fantasma de nuestra memoria que una realidad vivida (muy bien lo han entendido todos los pueblos antiguos, en cuyos relatos mitológicos incluyen una idílica “Edad de Oro” en el principio de los tiempos). 
     La felicidad nunca es más que un recuerdo mentiroso, tergiversado, fantaseado, que nuestra memoria ha tejido tal vez para hacernos soportable la existencia miserable de las horas que se suceden. Los hombres somos niños que han sido felices en el recuerdo de los hombres que somos.

martes, 10 de diciembre de 2013

Poiesis

“Soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”, fue la contestación de Aristóteles ante el reproche que se le hacía de contradecir en algunos puntos a la doctrina de su maestro. En la cuestión de la poesía, por ejemplo, había una clara discrepancia; mientras que Platón consideraba a todo arte como mímesis o imitación de cosas sensibles, para el estagirita la obra de arte es una creación (poiesis) a través de la cual el poeta imita las cosas, sí, pero cuya producción no se agota en eso, sino que busca contar las cosas como  “deberían o podrían haber sucedido probable o necesariamente”, y no tan sólo cómo, de hecho, sucedieron. Esta libertad del artista que le concede Aristóteles ante la determinación de lo dado, es lo que podríamos llamar “licencia poética”.
Schopenhauer daría la clave en esta controversia. Para el alemán, la obra de arte del genio es una representación, no de las cosas de este mundo sensible, mudables, individuales, contingentes y finitas, sino de las ideas (en sentido platónico). De este modo el artista genial pone al acceso del común de los mortales la idea, y lo hace de modo tal que el espectador no adquiere el conocimiento de la idea de modo conceptual, sino que entra en contacto con ella de modo intuitivo. Es por eso que toda obra de arte genial responde, a su manera, a la pregunta sobre la esencia de la existencia.
De acuerdo con Dussel, la expresión analítica y conceptual “pierde en sugerencia lo que gana en precisión”; y lo propio del arte bien logrado sería esa capacidad inagotable de sugerirnos siempre algo nuevo. Cuando al contemplar la obra de arte aparece ante nosotros plenamente el concepto, continúa explicando Schopenhauer, nos acongoja un sentimiento de asco e indignación, ya que “la impresión producida por una obra de arte sólo nos satisface enteramente cuando nos ofrece algo que ninguna reflexión pueda rebajar hasta el punto de darle la claridad de un concepto.”
Publicar versos –decía finalmente Schopenhauer- es “un acto de entrega personal” mediante el cual el autor se atreve a mostrar los escondrijos más íntimos de su interioridad. Los siguientes versos son producto de una inspiración de años juveniles, que nunca fueron sometidos a los artificios de la métrica y la rima en trabajos posteriores, sino que conservan esa grotesca fealdad originaria que me hace volver a ellos cada tanto.


Soy el mercader expulsado del Templo a latigazos;
Soy de esa raza de víboras;
Soy el puñal que se clava por la espalda;
Soy los ojos saltones de los ahorcados;
Soy las manos desgarradas de los esclavos;
Soy el árbol alcanzado por un rayo;
Soy la plaga;

Soy la envidia del amigo;
Soy la traición del hermano;
Soy el que reina en los abismos;
Soy la espalda desgarrada de los torturados;
Soy la hoguera del martirio;
Soy el grito agudo al que temes;
Soy la nada;

Soy la bestia acorralada por los perros;
Soy el guerrero que huye;
Soy pasión que te controla;
Soy esa puerta que nunca abrirás;
Soy el fin de la esperanza;
Soy las fauces de las fieras;
Soy la estrella que se apaga;

Soy el llanto de los hombres;
Soy la sangre de un crimen;
Soy quien se complace en las guerras;
Soy el hambre que ciñe tus entrañas;
Soy serpiente que se arrastra;
Soy la lanza que traspasa;
Soy el pantano y sus alimañas;

Soy el hoy sin mañana;
Soy la cama de los amantes;
Soy una presencia a tus espaldas;
Soy la palabra de los perjuros;
Soy la mentira de los que se aman;
Soy quien sabe tus secretos;
Soy quien conoce tu alma;

Soy el dinero de los ricos;
Soy la soberbia del que manda;
Soy quien compra las conciencias;
Soy el monstruo de tu infancia;
Soy las vidas que se apagan;
Soy espectros;
Soy fantasmas