Hay preguntas de manual, con las que
previsibles maestros indagan en sus pupilos la lección de la clase anterior. Hay
preguntas indiscretas que pérfidos periodistas utilizan para desnudar las
intimidades farandulezcas de sus entrevistados. Hay preguntas obvias que usamos,
indiferentes, para llenar el vacío silencioso del no tener nada mejor para
decir. Hay preguntas burocráticas y rancias, con las que empleados robóticos completan
formularios en oficinas decimonónicas. Hay preguntas más o menos ceremoniosas,
encarnadas en leyes de urbanidad y normas de protocolo, que rigen la
habitualidad cotidiana del trato con el vecino. Y hay, también, preguntas
fatídicas que sería mejor no formularlas jamás.
Una de estas últimas preguntas asaltó
a Martin Buber cuando tenía apenas 14 años, y entonces pensó en suicidarse. Acuciado por lo irresoluble del asunto que lo
ocupaba (referido a la finitud o infinitud del tiempo y el espacio), creyó
firmemente Buber que la locura era el horizonte al que inexorablemente se
dirigía. La única vía de escape parecía ser su propia inmolación. Pero la providencia
puso en sus manos los Prolegómenos a toda
metafísica futura que pretenda presentarse como ciencia, en los que Kant trataba
esos, y otros temas, con luminosa sapiencia.
La razón humana, había dicho Kant, se
ve acosada por cuestiones que no puede contestar, pero a las que tampoco puede silenciar.
La tierra de la verdad (agregaba luego) es apenas una isla, más allá de la cual
se extiende un brumoso mar ignoto, al que la razón constantemente tiende a aventurarse,
aún a sabiendas de su seguro naufragio. Lo que no puede ser conocido puede, al menos, ser pensado, concluyó Kant: Ahí radica el
consuelo que podemos encontrar en la filosofía, contra aquellas preguntas sin
respuestas que hacen de nosotros criaturas angustiadas, condenadas por siempre a
las pesadas cadenas de una inteligencia imperfecta y limitada, atravesada por
la soberbia de creernos, quizás, más de lo que somos.
“La tarea de la filosofía es
tranquilizar al espíritu con respecto a preguntas carentes de significado. Quien no es propenso a tales preguntas, no
necesita la filosofía”, escribió el primer Wittgenstein en su diario.
Quienes sí necesitamos la filosofía creemos que ella nos salva, como a Buber, no
sólo del suicidio sino también de la locura. Derrida lo dice con una claridad
difícil de superar: “La filosofía es,
quizás, esa seguridad que se adquiere en la mayor proximidad de la locura
contra la angustia de estar loco.”
La filosofía nos salva de la locura no
porque ofrezca respuestas indiscutibles ante preguntas fatales. El ámbito de la
filosofía no es el de la verdad de lo dado, sino el universo de la posibilidad,
de la cabal y humana posibilidad de pensar aquello que queda siempre oculto a
nuestros ojos. Así lo enseñaron Sócrates y Kant, cada uno a su modo; y así lo
pensó también Nietzsche al decirnos que “un filósofo es un hombre que vive, ve, oye, sospecha, espera y sueña
constantemente cosas extraordinarias”.
Me plugo escribir estas líneas, y con
ellas celebrarte. Por todos los mortales que, llevados por tus manos benévolas,
escaparon a la Stultifera Navis y al
Séptimo Círculo; por los funestos dolores que curas y destierras de lo más
hondo de nuestros corazones, ¡Sean por siempre tus altares floridos!
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