Platón relata el mito
del pastor Giges, quien gracias a un anillo fabuloso se convirtió, a la postre, en
rey de Lidia. Habiendo encontrado la sortija en circunstancias un tanto
sobrenaturales, Giges continuó con su vida normal hasta que ocurrió el
siguiente episodio:
“Estando, pues, sentado entre los demás, dio la casualidad de que
volviera la sortija, dejando el engaste de cara a la palma de la mano; e
inmediatamente cesaron de verle quienes le rodeaban y con gran sorpresa suya,
comenzaron a hablar de él como de una persona ausente. Tocó nuevamente el
anillo, volvió hacia fuera el engaste y una vez vuelto, tornó a ser visible.” (La República, Libro II)
Lo que de este pasaje me causó una honda
impresión es el hecho de que la gran sorpresa que experimentara Giges no radicaba
en su repentina invisibilidad, sino en la constatación descarnada de que
quienes le rodeaban, colegas suyos y amigos de toda la vida, “comenzaron a
hablar de él como de una persona ausente”. Esto desnuda una de las
particularidades más innobles y vergonzosas de los hombres, a saber: Los que nos rodean hablan de nosotros de
modo muy diferente según sea que estemos o no presentes al momento de la conversación.
Si bien es cierto que Aristóteles había dicho que el lenguaje no
es más que el medio a través del cual cada quien expresa su pensamiento; andando un trecho en la historia vino el “padre de la diplomacia moderna”, Charles
Maurice de Talleyrand (quien para mayores datos era sacerdote) para corregir al
polígrafo maestro de Alejandro. “El lenguaje le ha sido dado al hombre para
ocultar su pensamiento”, sentenció el francés acomodaticio.
Humildemente yo agregaría que el lenguaje
sirve para ocultar (hasta donde se pueda) los pensamientos y también los sentimientos; lo que equivale a decir que sirve de
escondite para el hombre todo. Quien
sabe lo que pienso, sabe lo que siento. Quien sabe lo que siento, sabe lo que
soy. Nadie sabe, sin embargo, lo que soy. Este es, en resumen, el sino trágico
y desgraciado de todo ser humano.
Dicho lo anterior, aún me cabe preguntar: ¿Habrá alguien, en este mundo falaz, con la valentía suficiente para recitar junto al osado Bécquer los versos siguientes?
“De lo poco
de vida que me resta
diera con gusto los mejores años,
por saber lo que a otros
de mí has hablado.
Y esta vida mortal y, de la eterna
lo que me toque, si me toca algo,
por saber lo que a solas
de mí has pensado.”
Por eso Parménides dijo "La misma cosa son el pensar y el ser". Buen tema.
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