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miércoles, 8 de enero de 2020

Claridad y distinción


Schopenhauer cuenta una anécdota de sus años de estudiante en Berlín, cuando asistía a las clases de Fichte y tenía que escuchar disparates tales como “El mirarse a sí mismo del ser como mirarse, para lo cual lo mirado en el mirar debe ser mirado de nuevo”, y entonces anotó al margen de sus apuntes “Fichte ha dicho cosas que despertaron en mí el deseo de ponerle una pistola en el pecho y decirle: «Ahora vas a morir sin piedad; pero, por el amor de tu pobre alma, dime si con ese galimatías has pensado algo claro o simplemente querías burlarte de nosotros»”.      

Lo que sucede es que en la historia de la filosofía existen piezas monumentales, obras maestras del pensamiento sólo comparables con las pirámides de Egipto o alguna de las otras Siete Maravillas. Su complejidad, su arquitectura, su belleza, su perennidad, su profundidad, y su contundencia, nos dejan perplejos y anonadados ante tamaña invención del espíritu humano. Pero junto a lo anterior existen también bodrios, jerigonzas indescifrables disfrazadas de erudición y esclarecimiento. Distinguir unas de otros es una tarea sencilla, simplemente hay que atender a la claridad del texto y a la sencillez en la presentación de ideas que hacen sus autores.

En el Prólogo del Tractatus Logico-Philosophicus, una de las siete maravillas del pensamiento filosófico de todos los tiempos, Ludwig Wittgenstein, afirma “Cabría acaso resumir el sentido entero del libro en las palabras: lo que puede ser dicho, puede ser dicho con claridad; y de lo que no se puede hablar hay que callar.” En la misma línea se ubica Kant, quien en el Prólogo de la Crítica de la razón pura, colosal monumento del pensar, manifiesta por un lado la envergadura de su obra, en la que considera resueltos todos los problemas de la Metafísica y exige al lector el necesario esfuerzo para entender. Sin embargo, a renglón seguido Kant nos garantiza el haberse esforzado él mismo hasta el agotamiento para ofrecer en su escrito una suficiente “claridad discursiva”.

El título de esta entrada se lo debo a Descartes, quien en su Discurso del método escribía que “las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas.” Desde entonces, y con matices, se puede considerar a la claridad y la distinción de nuestras ideas como un parámetro para mensurar su verdad. La única y honrosa excepción a la regla es Heráclito, el filósofo que pasó a la historia con el sobrenombre de ho skoteinos, “el oscuro”, debido al lenguaje intrincado de sus textos. Heráclito tuvo sus probados motivos para escribir de ese modo, pero ningún otro filósofo está autorizado a lo mismo, ya que en esto es clave la sentencia del maestro español José Ortega y Gasset: “la claridad es la cortesía del filósofo.”
         Dedico estas líneas a mi amigo, quien lleva ya la mitad de su todavía corta vida empeñada en desentramar la madeja liosa de los textos hegelianos. Solamente la hondura de su honestidad intelectual es parangonable a la descomunal empresa que se propuso y que no está lejos de ser coronada con éxito singular.

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