Schopenhauer cuenta una anécdota de sus años de
estudiante en Berlín, cuando asistía a las clases de Fichte y tenía que
escuchar disparates tales como “El mirarse a sí mismo del ser como mirarse,
para lo cual lo mirado en el mirar debe ser mirado de nuevo”, y entonces anotó
al margen de sus apuntes “Fichte ha dicho cosas que despertaron en mí el deseo
de ponerle una pistola en el pecho y decirle: «Ahora vas a morir sin piedad;
pero, por el amor de tu pobre alma, dime si con ese galimatías has pensado algo
claro o simplemente querías burlarte de nosotros»”.
Lo que sucede es que en la historia de la filosofía
existen piezas monumentales, obras maestras del pensamiento sólo comparables
con las pirámides de Egipto o alguna de las otras Siete Maravillas. Su
complejidad, su arquitectura, su belleza, su perennidad, su profundidad, y su
contundencia, nos dejan perplejos y anonadados ante tamaña invención del
espíritu humano. Pero junto a lo anterior existen también bodrios, jerigonzas
indescifrables disfrazadas de erudición y esclarecimiento. Distinguir unas de
otros es una tarea sencilla, simplemente hay que atender a la claridad del
texto y a la sencillez en la presentación de ideas que hacen sus autores.
En el Prólogo del Tractatus
Logico-Philosophicus, una de las siete maravillas del pensamiento
filosófico de todos los tiempos, Ludwig Wittgenstein, afirma “Cabría acaso
resumir el sentido entero del libro en las palabras: lo que puede ser dicho, puede ser dicho con claridad; y de lo que
no se puede hablar hay que callar.” En la misma línea se ubica Kant, quien en
el Prólogo de la Crítica de la razón pura,
colosal monumento del pensar, manifiesta por un lado la envergadura de su obra,
en la que considera resueltos todos los problemas de la Metafísica y exige al
lector el necesario esfuerzo para entender. Sin embargo, a renglón seguido Kant
nos garantiza el haberse esforzado él mismo hasta el agotamiento para ofrecer
en su escrito una suficiente “claridad
discursiva”.
El título de esta entrada se lo debo a Descartes,
quien en su Discurso del método escribía
que “las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas.”
Desde entonces, y con matices, se puede considerar a la claridad y la
distinción de nuestras ideas como un parámetro para mensurar su verdad. La
única y honrosa excepción a la regla es Heráclito, el filósofo que pasó a la
historia con el sobrenombre de ho
skoteinos, “el oscuro”, debido al
lenguaje intrincado de sus textos. Heráclito tuvo sus probados motivos para escribir
de ese modo, pero ningún otro filósofo está autorizado a lo mismo, ya que en
esto es clave la sentencia del maestro español José Ortega y Gasset: “la claridad es la cortesía del filósofo.”
Dedico estas líneas a mi amigo, quien lleva ya
la mitad de su todavía corta vida empeñada en desentramar la madeja liosa de
los textos hegelianos. Solamente la hondura de su honestidad intelectual es parangonable
a la descomunal empresa que se propuso y que no está lejos de ser coronada con éxito
singular.