Saber si
Dios existe o no, es una cuestión que muchos han intentado resolver, ya sea
desde la ciencia, la religión, o la filosofía, ofreciendo argumentos que
parecen siempre definitivos e inapelables, pero que nunca alcanzan a convencer.
Sobre el particular, Kant
es un buen ejemplo. Él demarcó con claridad las condiciones de posibilidad del
conocimiento científico, y colocó a Dios allende los dominios de la ciencia, no
como un objeto de conocimiento, sino como una exigencia de la razón práctica,
es decir, de la conciencia moral. “Es absolutamente
necesario que uno se convenza de la existencia de Dios, pero no es igualmente
necesario que se la demuestre” diría luego el filósofo de Königsberg; pues demostrarla exige unas
cualidades de las que ningún ser humano dispone ahora ni podrá disponer jamás.
A pesar de todo, Pascal,
cual eximio matemático, ya había pergeñado un algoritmo estadístico
que nos mostraba que era más racional apostar a favor de la existencia de Dios
que jugárnosla en contra. Claro que dicho artilugio (es forzoso admitir) se
adecua más a los menesteres azarosos del casino o el juego de dados que a la gratuidad
que siempre se ha presupuesto a la fe del creyente.
Posiblemente todos estos
caminos (más algún otro pormenor) hayan conducido a Wittgenstein a hilvanar su
famosa afirmación de que “aún cundo todas las posibles cuestiones científicas
hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado
en lo más mínimo.” Y es que la existencia de Dios, más que una cuestión por la
que deba decidirse la razón solo atenida a lo puramente lógico, es un asunto que
reviste una profundidad y sutileza sobrecogedoras. Como ya lo había advertido
el misterioso autor de la homilía a los hebreos, “La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”.
Si la
existencia o inexistencia de Dios no pueden demostrarse, entonces sólo queda
creer o no creer. “Creer en Dios es
querer que haya Dios” nos dice Unamuno, y no puedo estar más de acuerdo con
él. Para creer que Dios existe, antes es preciso querer que Dios exista,
necesitar que Dios exista, anhelarlo con sublime desesperación. Queremos que
haya Dios cuando necesitamos que lo haya, y cuando esa necesidad es sentida por
cada uno de nosotros en lo más íntimo de nuestra interioridad. En fin, queremos
que haya Dios cuando con el salmista clamamos “Mi alma espera al Señor, como el centinela espera
la mañana”, e intuimos, simultáneamente, la inconmensurable profundidad del
verso.
Cada uno de los que hemos pasado por esa situación
existencial sabemos con Unamuno que “No es, pues, necesidad racional, sino
angustia vital lo que nos lleva a creer en Dios”, y que los argumentos
filosóficos son tan impotentes como los teológicos y los científicos para
disminuir o aumentar en algo nuestra fe. Nuestra fe en un Dios personal, (el
Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de nuestros
padres) tiene un algo de misteriosa, parece no pertenecernos por completo ni
depender toda ella del asentimiento de nuestra voluntad. Es una fe que parece
venir desde fuera de nosotros mismos para consolarnos. Schopenhauer solía decir
que si no existiese la muerte, el hombre nunca habría filosofado. Cabe pensar
también, a semejanza de esta consideración, que si el hombre no fuese mortal, tal
vez nunca habría creído en Dios... ni hubiese abrigado en su corazón el extraño
deseo de Él.