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martes, 29 de diciembre de 2015

Credo quia consolans



Saber si Dios existe o no, es una cuestión que muchos han intentado resolver, ya sea desde la ciencia, la religión, o la filosofía, ofreciendo argumentos que parecen siempre definitivos e inapelables, pero que nunca alcanzan a convencer.

Sobre el particular, Kant es un buen ejemplo. Él demarcó con claridad las condiciones de posibilidad del conocimiento científico, y colocó a Dios allende los dominios de la ciencia, no como un objeto de conocimiento, sino como una exigencia de la razón práctica, es decir, de la conciencia moral. Es absolutamente necesario que uno se convenza de la existencia de Dios, pero no es igualmente necesario que se la demuestre” diría luego el filósofo de Königsberg; pues demostrarla exige unas cualidades de las que ningún ser humano dispone ahora ni podrá disponer jamás.

A pesar de todo, Pascal, cual eximio matemático, ya había pergeñado un algoritmo estadístico que nos mostraba que era más racional apostar a favor de la existencia de Dios que jugárnosla en contra. Claro que dicho artilugio (es forzoso admitir) se adecua más a los menesteres azarosos del casino o el juego de dados que a la gratuidad que siempre se ha presupuesto a la fe del creyente.

Posiblemente todos estos caminos (más algún otro pormenor) hayan conducido a Wittgenstein a hilvanar su famosa afirmación de que “aún cundo todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo.” Y es que la existencia de Dios, más que una cuestión por la que deba decidirse la razón solo atenida a lo puramente lógico, es un asunto que reviste una profundidad y sutileza sobrecogedoras. Como ya lo había advertido el misterioso autor de la homilía a los hebreos, “La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”.

Si la existencia o inexistencia de Dios no pueden demostrarse, entonces sólo queda creer o no creer. “Creer en Dios es querer que haya Dios” nos dice Unamuno, y no puedo estar más de acuerdo con él. Para creer que Dios existe, antes es preciso querer que Dios exista, necesitar que Dios exista, anhelarlo con sublime desesperación. Queremos que haya Dios cuando necesitamos que lo haya, y cuando esa necesidad es sentida por cada uno de nosotros en lo más íntimo de nuestra interioridad. En fin, queremos que haya Dios cuando con el salmista clamamos “Mi alma espera al Señor, como el centinela espera la mañana”, e intuimos, simultáneamente, la inconmensurable profundidad del verso.

Cada uno de los que hemos pasado por esa situación existencial sabemos con Unamuno que “No es, pues, necesidad racional, sino angustia vital lo que nos lleva a creer en Dios”, y que los argumentos filosóficos son tan impotentes como los teológicos y los científicos para disminuir o aumentar en algo nuestra fe. Nuestra fe en un Dios personal, (el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres) tiene un algo de misteriosa, parece no pertenecernos por completo ni depender toda ella del asentimiento de nuestra voluntad. Es una fe que parece venir desde fuera de nosotros mismos para consolarnos. Schopenhauer solía decir que si no existiese la muerte, el hombre nunca habría filosofado. Cabe pensar también, a semejanza de esta consideración, que si el hombre no fuese mortal, tal vez nunca habría creído en Dios... ni hubiese abrigado en su corazón el extraño deseo de Él.