And in my hour of darkness
she is standing right in front of me
speaking words of wisdom, let it be
she is standing right in front of me
speaking words of wisdom, let it be
Paul Mc Cartney
Por torpeza o malicia de quienes las realizan, hay acciones que nos
lastiman y hieren. La Naturaleza ha previsto un cierto instinto que nos hace
huir ante el peligro, o responder con un ataque que neutralice la fuente de
agresividad que nos perjudica. Hay en todos nosotros un deseo de venganza ante los males recibidos; un sentimiento que se
manifiesta con mayor fuerza entre los pueblos primitivos y las personas
igualmente toscas y rudimentarias.
Ejemplos de venganzas desmesuradas han quedado documentados en textos
milenarios de las más disímiles culturas de la antigüedad. Jenófanes realizó
agudas observaciones sobre los pueblos de su época, y entre otras cosas
señalaba la identidad manifiesta entre el carácter de la gente y las cualidades
atribuidas a sus dioses. “Los etíopes dicen que sus dioses son de nariz chata y
negros; los tracios, que tienen ojos azules y pelo rojizo” e incluso, asevera, si
los bueyes tuvieran dioses, estos tendrían cuernos. Pues bien, los hebreos le
atribuían a su Dios un genio vengativo en extremo (“Soy Dios celoso, que
castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta
generación de los que Me aborrecen”), lo que nos permite entender las prácticas
nefastas y el ensañamiento cruel que mostraban para con los pueblos vecinos.
El extremo opuesto de la venganza es el
perdón; y Hannah Arendt, le atribuye
a Jesús Cristo el mérito de haberlo introducido en la historia humana. El
perdón otorga al ofendido la posibilidad de liberarse de la venganza, y de este
modo intenta “finalizar algo que sin interferencia proseguiría
inacabablemente.” Pero tanto la venganza como el perdón descuidan un aspecto
fundamental de la ofensa que los motiva. Nietzsche es el encargado de
recordarnos que ni la venganza ni el perdón quitan al ofendido su dolor
profundo ni cierran sus heridas abiertas. “Con tu estupidez –dice– has causado
una pena infinita a tu prójimo y has
destrozado irreparablemente una felicidad.” Es lo que Arendt llama la
“irreversibilidad de la acción”; con lo cual quiere decir que nuestros actos
ocasionan consecuencias que no se pueden revertir, son irreparables.
La venganza es fruto del odio, como el perdón lo es del amor (“Lo hecho se perdona por amor a quien lo
hizo”, declara Arendt); pero una y otro son impotentes para reparar el
daño. Si queremos intentar algún camino para restaurar la felicidad vulnerada,
sólo cabe echar mano a un curioso recurso de la mente humana, que hasta ahora
no ha sido justipreciado del modo sublime que se merece. Me refiero al olvido,
esa astucia de la razón que linda peligrosamente con la locura. Quizás sea el
olvido de la ofensa sufrida la única cura posible para un espíritu lacerado. Y
es por eso que Borges declama con inspirada sabiduría, aunque de una forma que
todavía nos resulta enigmática, el verso que sigue:
“El olvido es la única venganza y el único
perdón”
A todas
las almas que anhelan, vehementes, las aguas del Leteo, estas líneas.