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lunes, 30 de enero de 2012

Diógenes, Platón y las lechugas


El legado filosófico de Platón es, a todas luces, innegable. Cualquiera suscribiría sin mayores reparos aquella conocida sentencia de que toda la filosofía occidental no es más que una seguidilla de “notas al pie” en la filosofía de Platón.
En este carismático ateniense se encarnaba el ideal de la paideia, ya que era un joven despabilado de armónica figura y acomodada familia. Sócrates le llamó “cisne”, por el grácil vuelo de su alma y el dulce canto de sus palabras; pero pervivió hasta nosotros el apodo de “Platón” con el que su maestro de gimnasia bautizara al joven Aristocles (que así se llamaba de verdad), por sus “anchos hombros”.
A la muerte de Sócrates, y con apenas veinte años, Platón comenzó a dirigir la Academia, lugar en el que se reunía a filosofar la flor y nata de la juventud griega; y en cuyo portal franqueaba el ingreso la siguiente frase “No entre aquí quien no sepa geometría”. En los días que corren, cualquier párvulo de primaria sabe algo de geometría, pero en ese entonces significaba una exigencia tan estricta que resultaba amedrentadora para la mayor parte del género humano.
Fuera de los límites de la Academia, pululaba Diógenes, llamado “el perro”, cuya vida era completamente otra, diferente en todo a la de Platón y sus eruditos académicos. Mientras Platón vestía delicadas túnicas y calzaba ornadas sandalias,  Diógenes andaba descalzo y llevaba, por única prenda, tanto en verano como en invierno, un sayo medio raído. Platón a diario asistía a opíparos banquetes en donde degustaba exóticos manjares y se complacía en aladas charlas con bellos efebos. Diógenes dormía en un tonel y cierta vez que fue a un banquete algunos le arrojaron huesos al piso tratándolo cual perro. Él, para no desilusionarlos, los orinó encima, tratándolos cual perro.
Al mismo tiempo que Diógenes, para demostrar su misantropía, deambulaba de día con un farol encendido, dando voces de que iba buscando “un hombre”, Platón se rodeaba de una selecta camarilla de discípulos y amigos, al punto tal que el mismísimo Dionisio, Tirano de Siracusa, lo había llamado a su lado para que lo aconsejase en asuntos de gobierno.
La simpleza de Diógenes contrastaba con la arrogancia de algunos académicos que se vanagloriaban de haber formulado una insuperable definición del hombre, que respondía con puntillosa precisión a las exigencias más exquisitas del saber teorético. El hombre es, decían sin disimular su orgullo, un “bípedo implume”. Diógenes, rápido para la elaboración de réplicas sarcásticas, desplumó una gallina y la arrojó por sobre los muros de la Academia gritando “Aquí tenéis al hombre de Platón”. Desde entonces, a la definición de hombre se le agregó: “y de uñas anchas”.
Mas, herido en su orgullo por el episodio de la gallina, Platón buscó la ocasión de burlarse, a su vez, de Diógenes. Así resuelto, lo encontró en una fuente emplazada en el cruce de concurridas calles, mientras lavaba unas lechugas, que era toda la ración que ese día tenía Diógenes para comer. Viendo allí su ansiada oportunidad, a viva voz, buscando avergonzar al viejo delante de los transeúntes, casi le gritó: “¡Diógenes, si tú sirvieras a Dionisio, de seguro no tendrías que lavar lechugas para comer!”. Impávido, Diógenes se le acercó a Platón y le susurró al oído: “Y si tú lavaras lechugas, Platón, de seguro no tendrías que servir a Dionisio para comer”.
  
  

viernes, 20 de enero de 2012

¡Justicia!, no piedad.


Caminaba Pitágoras por las callejuelas de Samos cuando escuchó llorar un perro. Corrió presuroso al lugar y al encontrar a un hombre apaleando al animal lo exhortó enérgico y suplicante “¡Detente, que en el llanto del perro reconozco la voz de un amigo!”
Hecho similar en Turín: Paseaba Nietzsche por una plaza, cuando vio a un cochero que castigaba con furia a su pobre caballo que, fatigado al extremo con la pesada carga que se lo obligaba a tirar, no atinaba a avanzar ni un paso más. Corrió presto el filósofo hacia el animal y se abrazó a su cuello llorando amargamente. Sin poder contener sus profusas lágrimas, Nietzsche, en nombre de la humanidad, le pedía perdón al corcel por los dislates de Descartes, quien había dicho de los animales que eran unas simples máquinas sin alma. Dicen que la policía tuvo que intervenir para separar al filósofo de ese abrazo fraterno al viejo animal; y que a partir de ese episodio el poeta se hundió en la más trágica locura, hasta el día de su muerte.
Mucho se discute sobre si esa fue la primera manifestación de demencia en Nietzsche o, como yo prefiero pensar, su último acto de cordura. Lo cierto es que Nietzsche, lector acérrimo de Arthr Schopenhauer, sin duda alguna recordó entonces las palabras de ese por quien sentía un afecto sin igual y una admiración sincera. Schopenhauer pugnaba en sus escritos, con ahínco y tesón constantes, por los derechos de los animales, y en el fragmento evocado denunciaba “la atroz perfidia con la que nuestros pueblos cristianos actúan con los animales, cómo los matan, mutilan o atormentan sin finalidad alguna y entre risas, e incluso a aquellos que son su sostén inmediato, sus caballos, cuando se hacen viejos los fatigan al extremo para explotar hasta el final la médula de sus pobres huesos, hasta que sucumben bajo sus latigazos. Verdaderamente, podríamos decir: los hombres son los demonios de la Tierra, y los animales, las almas atormentadas.”
Solía meditar Schopenhauer sobre la malicia del hombre, y con tristeza reflexionaba así: “Si no existieran los perros, no querría vivir en este mundo”. A renglón seguido se explayaba en páginas interminables describiendo los tormentos agónicos y las cruelísimas muertes que se inflige a los animales en aras de la ciencia, la diversión, el deporte, o el simple y repugnante placer de ver sufrir a esas criaturas. Ante tantos y tales ejemplos, concluía el filósofo que no es piedad, sino justicia lo que se debe a los animales. Pues la piedad es una virtud que no todos los hombres están dispuestos a ejercitar, mientras que la justicia se puede exigir, incluso si para ello es necesario el uso de la fuerza legal.
Sin embargo, todavía hoy muchos, en nombre de una Razón que nos distanciaría de los animales, se mofan de quienes propugnan por incluir a los animales en los alcances de la ética y el derecho. Estos, en su pomposa altivez, parecen ignorar la sentencia del pintoresco londinense Jeremy Bentham, quien sobre el tema supo decir: “La cuestión no es: ¿pueden razonar?, ni ¿pueden hablar? sino ¿pueden sufrir?”.
Un Schopenhauer de ya encanecidos cabellos, regañaba cariñosamente a su perro Atma por una travesura, diciéndole “Tú no eres un perro, eres un hombre, avergüénzate”. Estaba presente entonces el profesor Schnyder von Wartensee, quien se indignó por tan gratuito oprobio a la raza humana y le espetó al misántropo: “Señor, a alguien que trata de «hombre» a su perro cuando quiere insultarlo, a alguien así podrá decírsele, si queremos honrarlo: «¡Tú, perro!»”. Schopenhauer hizo una pausa para pensar un momento y luego, con una sonrisa en sus ojos, asintió orgulloso.
 

martes, 17 de enero de 2012

Friné, nuda veritas

El asunto de la belleza para los griegos no era un tema banal, y excedía en mucho el restringido concepto sensualista que hoy prima en la cuestión. Los pitagóricos enseñaban que la belleza dependía de la proporción, y que por lo tanto en su naturaleza última se escondía el número y la medida, fuente de toda armonía posible. Esta concepción pitagórica fue adoptada y enriquecida por Platón, para quien lo bello radicaba en el orden, la proporción, la armonía y la medida. El discípulo de Sócrates, tras largas disquisiciones, llegó a identificar las ideas de lo Bello, lo Bueno y lo Justo; todo lo cual conformaba la Idea Suprema de ese mundo suprasensible del que habla en sus Diálogos.
Un poco más adelante Aristóteles dirá que el arte es mimesis o imitación, es un acto por el cual el artista crea algo que antes no existía, pero lo hace siempre a semejanza de la naturaleza, imitando o completando el trabajo de ésta.
Ahora bien, teniendo como telón de fondo estos conceptos, podemos quizás comprender lo que sucedió allá por el siglo IV a.C. en el Tribunal de los heliastas, ante el cual compareció Friné, rea de impiedad.
Recordemos que en Grecia existía una especie de cortesanas llamadas hetairas, que eran mujeres libres, de inusitada belleza, y que habían sido educadas en variadas artes para deleitar a los que requerían sus servicios, quienes por lo general eran encumbrados hombres de la sociedad griega.   
Friné era la hetaira del escultor Praxíteles, y en ella se había inspirado el refulgente artista para tallar varias estatuas de la divina Afrodita. No tardaron los rumores maledicientes en llegar a oídos de los heliastas, acusando a Friné de impiedad pues, se decía, comparaba la modelo su propia belleza a la de Afrodita.
Contrató Praxísteles al orador Hipérides, quien oficiaba cual abogado defensor (diríamos hoy), exhortando a los jueces para que absolvieran a la joven Friné de tan inmerecida injuria. Durante el alegato de Hipérides, que se esforzaba con denuedo en su retórica, los nomothetas permanecían en gesto draconiano, y en inflexible decisión de condenar sin más trámite a la acusada. Cabe recordar que la pena para el delito de impiedad era la muerte; y ante la inminencia de su nefasto destino, Friné se para en medio de la asamblea y con un solo y pausado movimiento, quita sus gráciles vestidos.
La elocuente desnudez de Friné cautiva a los jueces, más que cualquier otro argumento que hombre alguno haya podido pergeñar. Ellos comprenden que Friné es el retrato vivo de Afrodita, y que una sentencia a muerte constituiría un imperdonable acto de sacrilegio. La belleza de Friné, expuesta sin embozo ante los ojos, es una verdad al desnudo. Y si lo bello y verdadero, es siempre, y al mismo tiempo, bueno y justo, ¿se podía acaso condenarla? En unánime sentencia, los 471 magistrados heliastas dictaron su absolución.  
“Cuando un hombre percibe las bellezas de este mundo, recuerda la Belleza verdadera” había dicho Platón; y ya en su Fedro, como presagio oracular del proceso llevado por los heliastas contra Friné, había sentenciado “aquel que ve un rostro de forma divina, o entrevé, en el cuerpo de alguien, una idea que imita bien a la Belleza, se estremece primero, y le sobreviene luego un temor religioso, después lo venera, al mirarlo, como a una deidad; y si no tuviera miedo de pasar por loco, ofrecería a su amado sacrificios como si fuera la imagen de un dios”.

domingo, 15 de enero de 2012

Lady Brewster



 “Dios ha muerto” es una frase harto conocida que el filósofo Friedrich Nietzsche supo publicar en su Gaya ciencia de 1882. Con ese aforismo señala la profunda desazón que experimentaban los hombres a finales del siglo XIX, cuando el secularismo se erguía victorioso sobre las ruinas dispersas de la otrora inexpugnable cristiandad (la categoría es de Kierkegaard). Dos años antes, Dostoievski había dejado entrever las nefastas consecuencias de una posibilidad tal, y a través de las cavilaciones de su personaje Iván Karamazov, meditaba como sigue: “Si Dios no existiese, todo estaría permitido”.
Es que hasta ese momento, toda la moral de occidente y gran parte de oriente se asentaba en la fe en Dios, cual arquimédico punto inconmovible. La existencia de un Dios bueno, justo y omnisciente, que premia a los buenos y castiga a los malos en un Más allá de eternidad, era el fundamento último de la moral. Al quitar esa piedra angular, todo el edificio de la moral se derrumbaría sin remedio; y esa cuestión desvelaba a los grandes hombres del pensamiento.
Sin embargo, antes de que estas figuras púbicas de la cultura expresaran su angustia ante la posibilidad de una vida humana en ausencia de Dios, me gusta pensar que alguien se les adelantó unos veinte años; aunque de ello no tenga más pruebas que unas lacónicas glosas de ciertos periódicos ingleses.
En el Museo Universitario de Historia Natural de Oxford, el 30 de junio de 1860, más de mil personas de toda clase, científicos, militares, eclesiásticos, burgueses comerciantes, periodistas, nobles, hombres y mujeres, se dieron cita para presenciar uno de los debates más candentes que registran los anales de la ciencia. Allí, apenas a siete meses de aparecido El origen de las especies, se enfrentaban el evolucionista Thomas Henry Huxley, apodado “El Bulldog de Darwin”, y el obispo anglicano Samuel Wilberforce quien, obviamente, defendería la postura creacionista.
Wilberforce, además de Obispo, era el vicepresidente de la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural, Doctor en Teología por la Universidad de Oxford, y el más brillante y hasta entonces imbatible orador de esa época. El debate discurría por los carriles de la argumentación científica, pues ninguno de los contrincantes era un improvisado, sino todo lo contrario; aunque pronto comenzó a subir la temperatura de la discusión. Los británicos siempre fueron personas muy apegadas al empirismo y muy pragmáticos en su proceder; así que a Wilberforce se le hacía el camino cada vez más cuesta arriba. Envalentonado, con los platillos del debate inclinados a su favor, y en el momento más álgido del clímax y la excitación Huxley afirmó elevando la voz todo lo que podía, que lo más importante en ciencias eran los hechos, “¡Sin importar siquiera si estos señalaban que el hombre descendía  de un gorila!”. Entonces, haciendo una pausa y frotando sus manos de modo típico, en un tono inquisitivo que fingía curiosidad, Wilberforce preguntó: “Y usted, mister Huxley, ¿desciende de los monos por parte de padre o por parte de madre?” En ese preciso instante, Lady Brewster, que seguía atenta entre el público los lances de la contienda, se desmayó.
El soponcio de Lady Brewster fue noticia en los diarios al día siguiente, pero como una simple apostilla del hecho capital. Sin embargo, me seduce pensar que el patatús de la joven Brewster esconde algo más que un simple alarde de la rígida moral victoriana. Quiero creer que el sofoco de esta lady se produjo al ver cómo, el más eminente Obispo y el más diestro orador, el adalid del creacionismo, se veía acorralado por el joven Huxley, a tal punto de tener que atacar de ese modo tan prosaico y tan alejado del erudito discurrir habitual del Doctor de Oxford. Lady Brewster comprendió, digo yo, en ese mismo momento, que los cimientos de este mundo (y del otro) comenzaban a socavarse irremisiblemente; y tras el vértigo que le ocasionaba esa visión, le sobrevino el desmayo.
La historiografía oficial del pensamiento filosófico demarca un sendero claro entre Dostoievski, Nietzsche, Kierkegaard, Jaspers, y Sartre; la duda, el nihilismo, la angustia, el naufragio y la nada. Pero la apostilla de Lady Brewster, particularmente a mí, me sigue cautivando.

viernes, 13 de enero de 2012

Encuentro de dos mundos


El aventurero francés Villegaignon creyó descubrir un nuevo mundo cuando en 1555 desembarcó en el actual Brasil. En su viaje de regreso llevó consigo a dos nativos para deslumbrarlos con los prodigios de la civilización europea. Llegados a Francia, fueron conducidos ante la presencia del Rey Carlos IX, que para entonces no tenía más de 18 años. Se les mostraron a los recién llegados las famosas catedrales, los suntuosos palacios, las calles repletas en los alrededores de los mercados, y el Rey les habló un largo rato sobre las maneras cortesanas. Pese a los esfuerzos del monarca y sus ministros por despertar el asombro de los caníbales (tal habían sido catalogados), no conseguían romper un cierto halo de estoica imperturbabilidad que envolvía a los visitantes. 
Como veían los nobles que el rey se revolvía incómodo en su ornado trono, uno se adelantó e interrogó a los caníbales sobre qué les habían parecido las maravillas que se les mostraron. Impasibles, contestaron que solamente dos cosas les habían llamado la atención. La primera, que habiendo tantos hombre fornidos y bien armados (se referían a los guardias reales), estos se sometieran a la autoridad de un niño (en clara alusión al joven Carlos) y no se eligiera a uno de ellos para rey. La segunda, les extrañaba que habiendo en los palacios tantas personas exuberantemente ricas y tan llenas de comodidades, hubiera en las calles gente mendigando para comer, sumidos en la más grande miseria, harapientamente esqueléticos; y que, siendo tales, tolerasen tanta injusticia “y no asiesen a los otros por el cuello y les quemaran sus casas”.
Al escuchar esto, Villegaignon seguramente confirmó sus sospechas: Las tierras por él visitadas eran un Nuevo Mundo… ¡y vaya mundo nuevo!

La venganza de Tales

            Tales fue el primer filósofo que conoce la historia, y su nombre encabezaba la lista de los Siete Sabios de Grecia. Este sophos, como se les llamaba entonces, fue el maestro de grandes luminarias como Pitágoras, Anaxímenes, Solón y Anaximandro. Eximio matemático (todavía hoy estudiamos sus teoremas), descolló en geometría y astronomía. Su fama se hizo insuperable al predecir un eclipse solar, dejando sumidos en la más honda perplejidad a sus coetáneos ante tamaño prodigio. Sin embargo, ninguno de esos méritos lo preservaron de la burla ramplona y soez de pedestres desarrapados que, en su grosera ignorancia no sabían (o quizás no querían) reconocer la grandeza del hombre que vivía junto a ellos.
         Una noche, como tantas, Tales salió al campo a caminar, mirando las estrellas intentando escudriñar sus más íntimos secretos. Lo acompañaba una sirvienta suya, vieja ladina y de menguado intelecto, que iba cargando los enseres del astrónomo. Ensimismado en sus cálculos, absorto en la negra bóveda de centellantes puntos lumínicos, Tales no vio un pozo que se encontraba en su camino y cayó en él. Ante los quejidos del sabio, la vieja replicó con sorna ¨¿Cómo pretendes, Tales, saber acerca de los cielos, cuando no ves lo que está debajo de tus pies?¨
            La anécdota cundió y Esopo la inmortalizó en sus fábulas; pero lejos de amedrentarse, Tales urdió un astuto desagravio. Al sabio se le reprochaba por no ocuparse de asuntos más humanos, materiales, terrestres, y por dirigir la atención de modo privilegiado hacia cuestiones elevadas, trascendentales, celestes. Se le enrostraba que su sabiduría (toda la que un hombre de su tiempo podía aspirar) no le había servido para sacarlo de su pobreza ni para prevenirlo de los terrenales accidentes.
En un especialmente crudo invierno milesio, Tales arrendó, con sus pocas y últimas monedas, todas las prensas de Mileto y Quíos que se utilizaban para extraer el aceite de las aceitunas, el cual constituía uno de los pilares económicos del comercio en la zona. Una vez más, el sabio fue blanco de chanzas por su excéntrica jugada financiera, que parecía un nuevo tropiezo del alígero astrónomo; pero los jocosos motejadores no habían considerado una sagaz predicción hecha por Tales. Gracias a su ciencia, el primero de los sabios había anticipado una cosecha inusual de aceitunas, lo cual efectivamente acaeció. Nadie hubiese podido prever lo cuantiosa que fue ese año la cosecha, ya que ninguno como Tales poseía los conocimientos necesarios para ello. Al ser el único oferente (por la forma en que se anticipó durante el invierno), alquiló la totalidad de las prensas a un precio ínfimo; y al monopolizarlas, todos debieron subarrendárselas a él, al precio que a Tales se le viniese en gana.
De un solo golpe, Tales acuñó una fortuna sideral, como nunca antes nadie lo había hecho. Demostró que si quería, podía enriquecerse como ninguno; pero sus intereses eran otros. Menos mundanos, se diría.   
 
 

Bienvenida heraclítea

Hace unos 2.500 años un grupo de viajeros llegó a Éfesos, una pequeña ciudad de la actual Turquía. No se sabe bien cuáles eran las intenciones de su viaje, pero una vez en el lugar no quisieron perderse la oportunidad de conocer a Heráclito. La figura de este hombre había trascendido los límites de su polis natal, y era conocido ya en toda Grecia. Por sus sentencias aforísticas, llenas de misterio e ininteligibles para la mayoría de los hombres, le llamaban “el Oscuro”.
Llegaron los viajeros a la casa de Heráclito, quizás en un día como hoy, por el mes de enero, cuando el frío arrecia en ese lejano hemisferio. Y ahí lo encontraron, buscando el calor de las llamas, en las cercanías de un horno de pan.
Imaginemos la escena: Los viajeros ven a Heráclito y él los ve a ellos. Enseguida el Oscuro adivina el desencanto en el rostro de los visitantes. Ellos, tal vez, esperaban encontrar al hombre sabio, en singular pose, en el momento justo en que concibe una genial idea. Querían ver al pensador con el ceño fruncido, absorto en cavilaciones de insondable profundidad para el común de los mortales. Sin embargo, se encuentran con una escena de mundana cotidianidad. Los negros rulos desprolijos, que se extienden sin solución de continuidad en una tupida barba, contrastan con la blanca y gruesa túnica que cubre al sabio. Él está parado ahí, en su desnuda humanidad, en su frágil existencia, sorprendido in fraganti por las curiosas miradas de los forasteros, que no tardan en trocar de su rostro el asombro por la desilusión.  
Sin embargo, en el preciso instante en que los viajeros dan media vuelta para retirarse, cabizbajos, el fuego que arde en el horno se transfiere en un mágico pase a los ojos penetrantes del pensador efesino. Alentando en su interior la chispa de la genialidad, los ojos de Heráclito se dirigen fulgorosos a los visitantes que se marchan, y el sabio los llama “Pasad, que aquí también habitan los dioses”.
Lo que quiso decir con esa frase se ha discutido desde entonces, y para explicarla ahora necesitaríamos varias páginas. Mas la intención que tengo no es esa, sino la de recordar la ilustre inspiración de un gran filósofo, para darles la bienvenida a todos los que se acerquen a este sitio, pensando que han de encontrar pensamientos con cierta profundidad, y a los que sin embargo sólo puedo asegurarles la desilusión.
A pesar de ello los invito: ¡Acercaos, que aquí también moran los dioses!